sábado, 1 de junio de 2013

EL VIAJE A CÓRCEGA

Viajar hasta la isla es relativamente fácil desde Marsella, Niza o Toulon. Hay ferrys que te transportan en doce horas. O menos, depende del punto de partida, lo más rápido cogerlo desde Niza. Pero también está Air France, que en cuestión de una hora, o menos, depende del piloto, te deposita en Ajaccio, en nuestro caso, o en cualquiera de los cuatro o cinco aeropuertos que tiene la isla. Nosotras llegamos un après midi gris y nebuloso, y recogimos un cochecito de alquiler. El camping estaba cerca de Propriano y todavía más cerca de Olmeto.
Ya les contado en las otras entradas que Córcega es tranquila, que la vida en las islas, y sobre todo en esta, tiene otro ritmo, mucho más calmado. Pero a pesar de ello, nosotras nos cascamos más de 1.200 kilómetros en apenas seis días.
La parte oeste de Córcega suele ser la más turística, la más visitada, pero así y todo, no hay urbanizaciones mastodónticas, la especulación inmobiliaria no se ha adueñado de este lugar. Quizás sea por temor a las bombas y al independentismo, pero lo están consiguiendo, en Córcega hay mucho y poco que especular, como en aquel chiste de los ingleses que se iban a un país de África para hacer prospectiva sobre la posibilidad de instalar una fábrica de zapatos. Uno contestó: Nada que hacer, aquí no les gusta llevar zapatos. El otro, negocio seguro, nadie tiene zapatos.
Pues bueno, así es Córcega, la isla donde nació Napoleón Bonaparte en 1769, en Ajaccio. Entonces acababa de ser comprada a Italia por los franceses. Pero tres siglos en la historia de un lugar no pesan nada. Y si no que nos miren a nosotros, que después de ocho siglos arabizados, todavía no nos hemos quitado el pelo de la Meca.


 
Lo primero que sorprende de Córcega, aparte de su belleza virgen y salvaje, y perdonen que me repita tanto, son los cementerios marinos. La primera vez que ví uno en mi vida fue en Sète, la ciudad donde nació George Brassens y donde está enterrado el poeta Paul Valery, que tanto tuvo que ver con el renacimiento de la poesía española y con el preciosismo de Rubén Darío. Ya les he explicado en otra entrada, que la sensación que produce la muerte es muy diferente en un cementerio marino.
Dice Serrat: ... y a mí enterradme sin duelo, entre la playa y el cielo... En la ladera de un monte, más alto que el horizonte, quiero tener buena vista. Mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista. Cerca del mar porque yo nací en el Mediterráneo.
 
 
Pero da igual donde vayas en la isla, toda ella impresiona, porque sencillamente no hay nada. Es salvaje, virgen. Y me repito mucho, ya lo sé. Aquí debería venir aquel subnormal que en una cena en Rueda nos dijo que si el fuera valenciano de Algeciras a Rosas, toda la costa estaría llena de apartamentos. Sí, aquel cernícalo para meterle la cabeza entre las rocas y sacarle repitiendo J'adore ça, j'adore ça...
 
 
Me da la sensación de que los corsos tienen claro qué se llevan entre manos. Y no quieren gente que les destroce su patrimonio. Natural, emocional, histórico. Discúlpenme, pero sigo estando impresionada por lo que he visto. Las palabras no consiguen llegar hasta mí. Dejemos que  pase el tiempo.
 
 
 

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