sábado, 29 de diciembre de 2012

EL PUCHERO DE NAVIDAD EN LA MATANDETA

La casa olía de una forma diferente. Siempre se comía puchero durante todo el año, pero la noche y  los tres días que duraba la Navidad, la casa de mi abuela Emilia, olía diferente.
La iaia se pasaba el año criando un par de pavos para el puchero de Navidad. En el patio de su casa de Paiporta, los pavos, con el moco colgando, nos miraban de reojo, desde dentro de la jaula. Debían de imaginarse lo peor. Ese puchero empezaba a prepararse muy pronto, a las ocho de la mañana, y aparte de las demás carnes, de los embutidos, de las verduras y garbanzos,  de la pelota que no podía faltar, el pavo le confería un olor especial, que la nariz de mi infancia no soportaba, porque yo conocía al pavo, me pasaba el año hablando con él y recriminándole que fuera tan feo y antipático. No sonreía nunca, echaba cagarrutas por todas partes que yo evitaba, pero acababa pisando con mis zapatos de colegiala, por no hablar de los picotazos que me propinaba, si me acercaba demasiado. Era mucho más simpática la gallina de Guinea, que envuelta en una mantita, yo llevaba en brazos por toda la casa. El gallo, con sus plumas de colores y su kikiriki. Los conejos saltarines, siempre frunciendo la nariz y mirando de reojo. No me caía bien el pavo y encima lo metían en el puchero el día de Navidad y se pasaban la comida hablando bien de él. 
Los mayores discutían siempre sobre la misma cosa. El cocido del año pasado estaba mejor que éste. No es cierto, el de hace dos años, tía Emilia, le salió mejor. Os equivocáis, nunca hubo un puchero de Navidad como el del año de la riada. Este sí que ha criado buenos muslos. A mí, pásame un poco del cuello que la pechuga está un poco reseca.  Y tres días comiendo puchero con el pavo dentro. 
El resto del año, afortunadamente, nunca había pavo en el puchero, era como un puchero más pobre.
Cuando la iaia murió de una embolia cerebral, un diciembre, muy poco antes de la Navidad, ese año no hubo puchero, ni reyes, ni regalos. Misas y trajes de luto.
Mi madre ocupó el puesto de la aia preparando el puchero y reuniendo a la familia esta vez en nuestra casa de Sedaví. Y otra vez los medallones del caldo, tan espeso, suculento. Ya no había pavo en el patio, pero seguía en el puchero. Y otra noche y tres días celebrando la Navidad con una gran familia.
Cuando murió mi madre, se acabó el puchero y la familia reunida. ¿Por qué? Nadie se preocupó de ocupar su lugar. Yo solo tenía veinte años.
Hace veintiún años que el día 25 preparamos el puchero en La Matandeta.
Para tanta gente, hay que empezar el día anterior preparando un fondo madre, en el que metemos carcasas de pavo, que dan mucha sustancia, huesos de ternera, una pata de ternera, corbets de cerdo, huesos de cordero y mucha verdura para perfumar. Con ello se rellenan tres grandes cacerolas.
Al día siguiente este fondo madre servirá para llenar las diferentes cacerolas en el que se cocerán por separado las carnes y las verduras. Blanquet y morilla oreada que no falten. Muchos garbanzos. La pelota, el poltró, se lo compramos a Pepa Palanca en el Mercado Central. Cuando las carnes estén cocidas se vaciarán los caldos, que se volverán a juntar en las grandes cacerolas que después servirán para ir cociendo el arroz por separado según las mesas que vayan entrando. Si el arroz no tiene mucho caldo, olvídense. Porque lo bueno del puchero es el caldo. Pónganle unas gotas de limón y saboreen. Es increible. Un caldo que levanta los espíritus y reconforta el cuerpo.
Hace años que me reconcilié con el pavo. Ahora solo falta que me reconcilie con la Navidad. Buen provecho.



viernes, 14 de diciembre de 2012

COCINAR LA VIDA

A la profesora de Traduction de la Langue: Thème, que es catalana, le hace gracia que mi apellido coincida con el de uno de los personajes de Penja els guants, Butxana, le digo que no es tanta casualidad. Ferran Torrent y yo somos de Sedaví y allí ese apellido, de origen mallorquín, es tan corriente, como en otros sitios Pérez. Mme. Massip ha puesto como lectura en sus clases de traducción de catalán este libro y ha invitado al autor a participar en un coloquio con los estudiantes el próximo mes de mayo. En estas estamos, cuando llegamos a la biblioteca de la Facultad, que últimamente se ha convertido en mi casa.  Paso muchas horas aquí metida, pero he de confesar que es una biblioteca muy pintoresca. La gente come,  habla por el móvil, liga, charla con los amigos. Lo de comer dentro de la biblioteca lo entiendo, porque afuera la temperatura no ha subido de tres grados en toda la semana, pero lo demás... Varias veces al día se oye por el altavoz: Attention! Il faut vous souvenir que vous êtes dans un lieu de travail, respetez le silence! Nada que hacer, la gente a su marcha.
 Pero esta tarde no me quedo, ha salido el sol, después de una semana con lluvia y mi trabajo marcha bien. Solo me queda un examen el lunes con Fred Asteire y desde luego que no va a poder conmigo.
Así que decido dar un paseo y me acerco al Cours Miraveau que está decorado para la Navidad. Lo han llenado de pequeños chalets donde venden artesanía y productos típicos de la Provenza. Al final de la avenida, justo en la zona de la Rotonde Bonaparte han puesto la fête foraine  que por las tardes se llena de niños  Le manège no para de dar vueltas y hay cola para subir a los caballitos y para comprar barba-à-papa.
Cuando se lo cuento a Derek Moxon, mi casero, me mira sin sonreir y me contesta: ¿Y eso te excita? Hombre, no es que me ponga a cien, ¿verdad? pero me gusta oir el jaleo que montan los niños. Donde hay niños, hay alegría. Y sobre todo, me acuerdo de Manuel, ¿quieren que les diga la verdad? De toda la familia, es el miembro que más echo de menos. Paso muchas horas con él, puesto que no somos unos abuelos de visita, sino que convivimos con él y con sus padres. Así que lo he visto crecer día a día y procuro poblar su imaginación de caballeros andantes, saltimbanquis y fonambulistas, antes de que cumpla siete años y el uso de razón acabe con esa inocencia mágica que ahora tiene.
A la hora de tomar la decisión de venirme aquí, fue lo que más pesó en contra: perderme el día a día a su lado, redescubriendo el mundo a través de sus ojos y sus palabras. Pero sin darme cuenta, el cuatrimestre, que aquí lo llaman semestre, ha terminado y no estoy arrepentida para nada de la experiencia. El martes vuelvo a casa y lo hago en el coche de dos chicas, a las que no he visto en la vida, que me recogerán en la Gare routiere de Marsella. Espero que funcionen las sinergias.
Vuelvo a casa a pasar las vacaciones de Navidad, trabajando en La Matandeta y preparando mis exámenes de enero. El día de Navidad tenemos puchero y es un rito para mí prepararlo tal y como lo hicieron antes mi abuela y mi madre, para toda la familia, solo que esta vez la mía es mucho más grande.
A sí que ya saben, si quieren que nos encontremos y les cuente mil anécdotas de lo que he descubierto en Francia, de la gente que he conocido y de cómo se vive aquí, nos vemos en La Matandeta. Hay que seguir cocinando la vida. Un saludo a todos y felices fiestas.



jueves, 6 de diciembre de 2012

EL TREN DE LAS SIETE.

Domingo y es el cumpleaños de Manuel. Hace seis años, tal día como hoy, yo estaba en Marrakech, con Joan Roig . A estas horas, tomábamos  un té perfumado a la  hierbabuena y veíamos pasar la vida desde una terraza que daba a la plaza de Djemaa El Fna, sin que yo tuviera la mínima sospecha de donde me encontraria justo un ano después: En la habitacion de un hospital recibiendo en mis brazos el mejor regalo que me han hecho en la vida.
Cinco años después, la abuela de Manuel está en Francia y se ha perdido su fiesta medieval. El rey Arturo y sus amigos han jugado a las sillas y a los torneos.
Me espera una semana dura. Tengo que preparar una disertación de diez páginas para Fred Astaire, el tema que he elegido: Orson Welles et Citizen Kane: L'auteur et son chef-d'oeuvre. Tengo que redactar cinco comentarios lineales sobre  textos del medioevo francés, que tendré que exponer en un examen oral. No voy a estar para nada, ni para nadie. Pero antes de que me entre la desazón y la ansiedad, propia de esta época estudiantil, aquí les dejo, para que se entretengan, un cuento que escribí y publicó Diario 16 Comunidad Valenciana, el lunes 29 de julio de 1996. Creo que aquel día se vendieron tres ejemplares del periódico. Uno de ellos lo debió adquirir Vicente Torres, aunque por aquel entonces, todavía no nos conocíamos personalmente. Será por eso que me aprecia tanto. Que lo disfruten.



EL TREN DE LAS SIETE.

Para V.J.S. por la amistad de aquellos días.


A las diez y media de aquella mañana de lunes húmedo y aciago, Vicente Servet supo que todo el pescado lo tenía vendido, en expresión marinera de la calle de la Reina, donde había nacido. El universo estaba perdido. Todo, no. Su vida solamente. Así que sonrió con rutina a su secretaria, cerró tras de sí la puerta del despacho, se acercó a la ventana y entretuvo el tiempo unos segundos con el cambio de guardia de los soldados en Capitanía General. Después movido por un resorte inconsciente y mecánico, pulsó el botón del compacto, se acercó al espejo, que a modo de meridiano de Greenwich, partía de forma ecuánime la funcional estancia que durante tantos años lo había cobijado y buscó su mirada en el azogue. Se derrumbó sobre el sofá y sobre sus cincuenta y cinco años.

Siempre fue un niño noblote y tranquilo que se asió al salvavidas de la imaginación y los libros para cruzar la infancia. A los diecisiete años un grave problema hormonal esclavizó su cuerpo hasta el punto de darle una extraña apariencia de trolebús urbano. Diecisiete años y ciento cuarenta kilos de peso. El endocrino no atinaba con el diagnóstico y consolaba a su madre con la idea de que era una cuestión pasajera. Con los años, Vicente conseguirá controlar su metabolismo porque no hay razón física, ni química que expliquen esta obesidad..
Mientras tanto, ahí lo tenías a él: Incontenible en aquel púber continente. Si no fuera por las sesiones dobles del cine Astoria, se habría muerto de tristeza. Era la edad del pavo: Los chicos con las chicas y a Vicente lo utilizaban como diana en que estrellar toda su energía de gallitos.
Hasta el verano en que descubrió la Estación del Norte. El padre trabajaba en Renfe y se ocupaba 
de organizar el transporte de las mercancías. El factor Servet pensó que al chico le vendría bien el trajín de los paquetes y las carretillas. El hastío veraniego, sería mejor llevado con un poco de ejercicio que hiciera bajar al ensimismado Vicente de su columpio nebuloso.
Su buen conformar le ayudó a fabricar, paquete va, paquete viene, un mundo nuevo, lleno de presencias que parten y guiones viajeros. Una ciudad, dentro de la ciudad; gente que se mueve y nunca llega a ninguna parte; encuentros fugaces y eternos desencuentros; merodeadores a la búsqueda del azar. Además, era tan bonita la fachada de la estación, que varios momentos al día, la fantasía se le colgaba del cuerno de la fortuna o de los buenos deseos de viaje impresos en cerámica que surcaban la entrada, a modo de despedida.
A las seis y media de la tarde, el calor acumulado durante el día y el volumen propio de su cuerpo jugaban una mala pasada al muchacho que comenzaba a desfallecer. En esos casos, eludía el  malestar físico volviendo a las ensoñaciones como salvoconducto. El tren más concurrido de la tarde partía a las siete y era precisamente cuando Vicente se empeñaba a fondo. Su inagotable imaginación empezó a idear que en ese tren alegre y repleto de humanidad, viajaban sus actores favoritos. Estrellas rutilantes que en la penumbra del cine Astoria le habían ayudado a sobrellevar su propia mole, mucho más que el endocrino. 
A lo lejos divisaba a un enigmático James Dean con la mirada estrábica y extraviada, acercándose sin ganas al tren de las siete, mientras a duras penas sostenía un cigarrillo en la comisura del labio derecho. Gary Cooper aparecía  por la puerta de la derecha con un gran baúl que portaba en una carretilla un botones negrito salido directamente de Imitación a la vida, detrás venía Lana Turner, que no quería perderse el estrellato de esta versión de Douglas Sirk. El tímido y huidizo Monty subía al tren por el vagón 22. También estaban James Cagney, Richard Burton con su inseparable petaca de Bourbon, que de cuando en cuando ofrecía a un Humphrey Bogart, hablando entre dientes. Los hermanos Marx hacían de las suyas y convertían su compartimento en una nueva versión del camarote. 
En ese preciso instante en que los altavoces anunciaban la inminente partida del tren de las siete, justo en la ventanilla que tenía enfrente, aparecía ella. Con sus hermosos ojos violeta, una sonrisa comprensiva y un elegante vestido en satin, que ceñía su talle. Si esa Cleopatra surgió del Nilo y de los estudios de la 20Th Century Fox, ella se asomaba desde el compartimento del tren de las siete, bajaba el cristal y murmuraba unas palabras, que Vicente nunca llegó a descifrar, a la vez que con una mano le invitaba a subir. Cuántas tardes de aquel verano estuvo en un tris de seguirla, de comprar su propio billete hacia el viaje de la vida. Hasta entonces y hasta mucho tiempo después jamás sintió con tanta fuerza el peso de un deseo, que se convirtió en algo físico, palpante y lacerante. El único deseo de aquella adolescencia deforme e inevitable. 
Y por fin sucedió el milagro. En las Navidades de sus veinte años, su cuerpo comenzó a menguar y sintió la misma liberación que un preso al romper su condena. El estúpido endocrino no se había equivocado y el reloj biológico había arrancado  de forma acelerada y sin bajar el ritmo. A la vuelta del servicio militar, un atlético y apuesto Vicente Servet abrió las maletas en una pensión de Madrid, dispuesto a estudiar peritaje mercantil, en el mismo instante vital en que Said abría en la misma ciudad su equipaje emocional. Fue el único amor de su vida, un marroquí de piel aceituna que recalaba, tarde sí, tarde no, en los bares cercanos a la escuela.  Pero Said se esfumó como lo hicieron los años de estudio y de juventud. Se sucedieron otros amores, hombres y mujeres que ya marcaron un compás a destiempo. Recurrió al trabajo como tarea monótona para colmar la vida. Como aquel niño noblote y tranquilo que una vez fue, se convirtió en un vendedor de seguros paciente y trabajador. Y ascendió y ascendió... Y los años, poco a poco, se le fueron burlando.
El viernes se lo había anunciado la secretaria: El señor Harry estará aquí el lunes a primera hora, quiere verlo y no volverá a llamar.
El señor Harry director para Europa de Spencer & Spencer, primera multinacional de seguros para vehículos abrió lentamente la puerta del lunes, a la vez que lo hacía de la sala de juntas. Su español había mejorado notoriamente desde la última reunión que habían mantenido. Servet estamos muy contentos con su trabajo, tanto que hemos decidido gratificarle adelantando su jubilación, junto con un extraordinario plan de pensiones. Emolumentos, incentivos, reconocimiento. Eufemismos. Gente joven,  nuevos planes de marketing , cachorros agresivos, estrategia de empresa.
En ese momento de la mañana del lunes, derrumbado sobre el sofá y sobre su vida, el deseo reapareció, físico y vivo, como si no hubiera transcurrido el tiempo hasta entonces. Lleno de rabia e impotencia, como hacía años que no sentía, le escupio a la cara delante del espejo, con un dolor asfixiante repleto del sabor del tiempo perdido. Sin perdonarse, se preguntó por qué cojones no se subió aquella tarde, cualquier tarde del verano y de la juventud perdida al tren de las siete.