viernes, 10 de mayo de 2013

HISTORIA DE ALFARO

Estoy atacá con los exámenes. No estoy para nadie, ni para nada, además el miércoles y el jueves fueron fiesta, por el Armisticio y por la Ascensión; la facultad y la biblioteca estuvieron  cerradas y ya hemos tenido suerte de que no hayan hecho acueducto nos espetó ayer por la tarde la empleada de la biblio. Hombre, pues ha sido un detalle que en época de exámenes no se hayan largado del todo como hicieron en Navidad. Ahora no puedo estar con ustedes, pero les dejo un relato. Nos vemos pronto.
 
 
HISTORIA DE ALFARO.
 
A Carles Pons.  In memoriam.
Para Mari Carmen Minguet, maestra comprometida.


 
 La vida se ríe de las previsiones y pone palabras
donde imaginábamos silencios y súbitos regresos
cuando pensábamos que no volveríamos a encontrarnos.

                              José Saramago, El viaje del elefante.


 
 
Sucedió  que ese verano yo había terminado en el seminario los estudios de teología, a finales de otoño me ordenaría sacerdote. Así que para entretenerme y acortar el tiempo, también para ganar dinero, que buena falta me hacía, Desi una amiga de Torreblanca que trabajaba en Valencia en una agencia de viajes, me consiguió el puesto de guía en el autobús que cubría el trayecto Valencia-Paris, en treinta horas. Era el verano del setenta y ocho y en mi país las cosas estaban cambiando, para no volver a ser nunca igual. También lo hacían en mi vida. Los turistas a quienes yo debía mostrar la ciudad de la luz, eran gente acomodada de la zona naranjera de Castellón, a quienes el avión todavía quedaba inaccesible y que más que viajar, preferían pasear por el mundo, cogidos de la mano de alguien que les explicara la postal que iban viendo.
Entre viaje y viaje, participaba en el  grupo de teatro que habíamos formado en Alcocebre y con el que actuábamos en los pueblos de la zona durante las fiestas. Habíamos montado un par de obras de Samuel Becket, Esperando a Godot y Final de partida, teatro del absurdo que había triunfado en Europa una década antes y que ahora nosotros nos empeñábamos en dar a conocer en una país que acababa de despertar y quería ser moderno.
Las actuaciones se contrataban a  través del concejal de cultura, que solía saber tanto de esta como de la cría del pulpo en cautividad. Pero arrastrado por nuestro entusiasmo y porque siempre alguno de nosotros tenía un primo o un conocido en el pueblo que hacía de padrino, conseguimos completar el verano.
La noche de nuestra actuación, la plaza del pueblo donde preparaban el escenario para la representación, solía estar hasta la barrera de gente. Como la noche de las varietés, o la noche que en exclusiva acudía el Titi, con la salvedad de que esas noches la audiencia mantenía el interés  hasta el final e incluso pedía bises en mitad de un maremágnum de aplausos generales, y en nuestro caso, a medida que avanzaba la obra, el público iba desapareciendo, hasta quedar la plaza vacía, con la salvedad de algún borracho despistado, que no dejaba de jalearnos en mitad del silencio.
Aquel verano del setenta y ocho también apareció Chloé, la prima francesa de Samuel, mi mejor amigo. Ella se ocupaba de tener preparado todo el attrezo  de la obra. Del vestuario y de mí, que sentía verdadera curiosidad por todo lo que viniera de fuera. Fue un buen verano porque todo estaba por estrenar en mi vida, sin embargo nada pudo impedir que llegara septiembre.

Se acabaron los viajes en autobús, las actuaciones y la vida tranquila del seminario, al que decidí no volver. Mis coordenadas y mis perspectivas habían cambiado en tres meses y ahora debía fijar un nuevo rumbo. A través de Matías Puig, conseguí trabajo en un colegio privado como profesor de religión e inicié los trámites para convalidar mis estudios con los de magisterio,  descubrí en mí una nueva vocación, la enseñanza, que me acompañaría toda la vida.
Estudios y tiempo después me destinaron, ya como profesor de primaria en la enseñanza pública, a un pequeño pueblo del interior de Castellón,  Sant Mateu y la lengua y la literatura se convirtieron en mis materias principales.
Justo aquel año en que el país votaba por el cambio, conocí en una clase de sexto de primaria a Andrés Alfaro. Un muchacho rubio, pálido y desgarbado que el primer día se sentó al final de la clase, al lado de la ventana que daba a la calle y que miraba con ojos vacuos a su alrededor.
Me gustaba iniciar el curso dándoles un poco de confianza a mis alumnos, interesándome por sus inquietudes, sus expectativas, les pedía que escribieran en un folio qué era la cosa que más detestaban en la vida y cuál el sueño que les gustaría alcanzar. También les preguntaba si sabían para qué servía la literatura. A partir de aquí, yo les respondía que la literatura no servía absolutamente para nada que fuera material, sino que era un instrumento que nos ayudaba a entender el mundo y a las personas, una especie de llave para acceder a un universo cuyas fronteras no siempre estaban delimitadas, en el que confluían otras cosas que tenían que ver con la historia, la filosofía, la ciencia...
Poco a poco, ellos y yo, chavales de doce años, procedentes de un medio agrícola en el que los libros ocupaban poco o ningún espacio en sus casas, empezábamos a leer un par de novelas clásicas y las íbamos desentrañando, destrozando para que ellos pudieran mirar en su interior. La isla del tesoro, de Stevenson era una de sus favoritas. Ahí yo me aplicaba a fondo y les ayudaba a descubrir que los buenos, no eran lo que parecían y los malos, tampoco lo eran tanto.
Las clases eran muy participativas, los chiquillos se entusiasmaban con ese mundo de bucaneros y mapas del tesoro y una vez creado el clima de confianza propicio, analizar frases morfológicamente y hablarles de artículos, nombres y participios era mucho más fácil para mí.
En general, los alumnos respondían, salvo una excepción que ha permanecido en mi recuerdo, la de Andrés Alfaro, un chaval, al que todavía veo hoy, en aquellos días siempre en silencio,  con unos enormes ojos en los que parecía que la nada había encontrado acomodo y cuyo interés se cernía a mirar por la ventana y ver caer las hojas en otoño o renacer los brotes verdes en primavera.
 ¿Qué, Alfaro, cuántas hojas llevamos esta mañana? Solía ser mi pregunta, para la que nunca hubo respuesta.
Andrés Alfaro era el tercer hijo  de una viuda albaceteña que hacía faenas en las casas más adineradas. La familia había llegado a mediados de los años setenta a Sant Mateu porque al padre lo habían contratado como masero en una de las fincas de la zona, dedicada principalmente al cultivo de la cebada, la avena y los olivos. El matrimonio y los tres hijos ocupaban una casita en el interior de un gran mas, hasta que el padre murió en un accidente cuando el tractor con el que araba uno de los campos volcó y aplastó su cuerpo.
Poco tiempo después la viuda y sus tres niños se instalaron en un pisito de la población y la mujer apenas subsistía limpiando  casas, planchando ropa y otros menesteres.
Los dos hijos mayores comenzaron  a trabajar  de jornaleros a muy temprana  edad, sin siquiera tener el certificado de estudios primarios. Ahora quedaba Andrés, que con doce años, parecía haber perdido ya todo interés por la vida.
Andrés Alfaro miraba por la ventana, primavera y otoño, invierno, sin verano porque no había colegio. Daba igual que habláramos de romanos que de caballeros, de lámparas maravillosas que de moros disfrazados, Andrés Alfaro, no sentía curiosidad, ni ansia, ni ilusión por la vida. Solo las hojas de los árboles que se divisaban desde su rincón en la clase parecían acompañar su autismo.

                                                                                                                       Continuará...
 
 

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