viernes, 17 de mayo de 2013

HISTORIA DE ALFARO Y II

- ¿Cuánto tiempo hace que no viene por aquí la madre de Alfaro? Le pregunté una mañana al jefe de estudios. Desde que lo inscribió hace siete años. La mujer antes se ocupaba de las faenas domésticas en el mas y ahora limpia algunas casas del pueblo.
Al cabo  de una semana, le indiqué al chiquillo con una nota para su madre, que tenía necesidad de conocerla y hablar con ella.
Se presentó un jueves por la tarde, a la salida de las clases. Una mujer que rondaba la cincuentena, roída por el trabajo pesado y la mala suerte, con una cara en la que llevaba registradas las penalidades de su vida.
La hice pasar al aula vacía de chiquillos y de voces, la invité a sentarse en frente de mí y le fui desgranando mis problemas con Alfaro para que atendiera y participara en las clases. Me prestó mucha atención y al terminar, sacudió los hombres y mirandome fijamente me preguntó si el chiquillo acudía regularmente a las clases. Sí, no falta ni un solo día y nunca llega tarde. Si su Andrés se portaba mal, o me contestaba de mala manera. Jamás, nunca me faltó al respeto. Si se peleaba con sus compañeros o tenía disputas con ellos. A Andrés, lo quería todo el mundo. Pues, entonces, déjelo. Ya es bastante con que esté aquí y no le de por los estropicios . Verá, durante el verano, Andrés se ocupaba de llevarle la comida todos los días  a su padre, al campo en el que estuviera faenando. Aquel día de la desgracia, acababa de llegar, cuando vio cómo ocurría el accidente, fue él quien nos avisó. Siempre fue un niño taciturno y retraído, pero desde entonces se encerró todavía más en sí mismo. No es mal crío, pero hay que dejarlo, ya se le pasará.
No supe muy bien cómo encajar aquello. Dejar a un niño de doce años sumido en su trauma y sin ayudarle, me pareció poco profesional por mi parte. Tenía que remediarlo y seguía sin saber cómo.
Silvia, una compañera del instituto, que había estudiado  psicología fue la clave. La hice venir un fin de semana hasta Sant Mateu y le conté el caso de Andrés Alfaro. Déjalo que resuelva el duelo, fue su respuesta. Dos años después de la muerte de su padre, en un chiquillo de su edad, todavía no es mucho tiempo.
Las palabras de Silvia me dieron qué pensar. Si tenía que dejarlo estar, quería hacerlo viéndolo siempre a mi lado. Él no sería mi fiel escudero, sino al revés y aunque, aparentemente, lo iba a convertir prácticamente en mi sombra, era yo quien estaba ejerciendo de ello, yo quien a pesar de mis palabras y mis gestos, me convertía en el testigo de su travesía del desierto, de cómo aprendía  a resolver la tragedia de haber perdido a su padre. Puesto que no podía hacer nada por él, por evitarle la apatía y el silencio, filmaría con mis ojos su proceso. Conseguir que los alumnos más aventajados mejoraran todavía más las notas, no era para mí gratificante. Mi trabajo estaba precisamente en los que no tenían otro futuro que el marcado por la necesidad y la costumbre, en ayudarles a abrir puertas a las que, desde que nacieron, les habían asegurado que no tendrían acceso. 
Así, cuando me nombraron entrenador del equipo de fútbol, me llevé a Alfaro de utillero. En la comisión de fiestas que se organizó para festejar el aniversario del colegio y que yo presidía, Alfaro se sentaba a mi lado como secretario. Si salíamos al monte los sábados a buscar rebollones, Alfaro llevaba mi cesta. Cuando terminaba algún examen en la clase, mandaba a Alfaro a recoger los ejercicios. Y así cada una de las muchas tareas que me iban surgiendo.
Pero Alfaro no cambiaba de actitud. Seguía sin  expresar sentimientos, nada lo perturbaba de  su apatía interior y yo empezaba a cansarme del método.
El curso llegaba a su fín y el ministerio me había anunciado el traslado para el próximo año. Me enviaban a un pueblo de la provincia de Alicante como jefe de estudios. Me daba pena separarme de aquellos chiquillos y sobre todo, no volvería a ver a Alfaro.
Para terminar mi estancia en Sant Mateu y despedirme de mis compañeros, de los padres  y de los demás alumnos se me ocurrió montar una obra de teatro con los alumnos de mi clase. Representaríamos El Principito en el teatro del pueblo.
Los ensayos comenzaron en mayo. Como quería que prácticamente toda la clase participara en el acto, escribí mi propia versión de la obra de Saint-Exupery, y los que no cupieron en el escenario, se quedaron ayudando entre bastidores. Acudíamos tres tardes a la semana, después de las clases, al teatro municipal que quedaba muy cerca de los aularios.
Los ensayos les divertían y fue una nueva forma de implicarlos. Claro está, menos a Alfaro que se sentaba a mi lado en el patio de butacas, durante las primeras sesiones.
Se me ocurrió inventar la iluminación de la obra utilizando grandes latas vacías de membrillo, a las que incorporaba una bombilla y tapaba la superficie con papel celofán de colores. Así desde abajo, yo iluminaba a los actores en azul, rojo, amarillo, verde. Yo sería durante la actuación el técnico de iluminación además de director, con Alfaro siempre a mi lado.
Nos quedaba ya poco tiempo. Los exámenes, los ensayos, las despedidas, todos andábamos nerviosos.
La tarde del ensayo general, yo me había propuesto no salir de allí hasta que todo estuviera bien preparado. En mitad de la representación me avisaron que acudiera al teléfono porque era muy urgente. Mis manos en ese momento estaban ocupadas con los improvisados focos y no quería interrumpir a los actores, así que le hice señas a Alfaro para que ocupara mi puesto y le pasé las latas de membrillos.
La conversación telefónica fue larga. Mi padre desde Valencia me relataba sus muchos problemas con los inquilinos de una finca que habían dejado de pagarle, también  los achaques que lo torturaban. Apenas hablábamos cinco o seis veces al año, pero cuando mi padre llamaba yo dejaba todo para atenderle, era lo mínimo que podía hacer por él.

Al cabo de veinte minutos y después de prometerle que en cuanto terminara el curso iría a pasar unos días con él, volví a la sala, en penumbra, solo iluminada por los improvisados focos. Alfaro estaba de espaldas a mí y no me di cuenta al principio de lo que estaba ocurriendo. Pero al llegar a su altura y verlo  de perfil, me quedé asombrado. Las manos de Alfaro iban y venían ocupadas con los focos, eso no era lo sorprendente, sino la expresión que había adoptado su rostro. Una sonrisa de satisfacción se había adueñado de sus facciones y sus ojos no estaban vacíos. Cuando intenté apartarlo para recuperar mi puesto, Alfaro me dio un ligero empujón, como delimitando la adquisición de su nuevo territorio. Me senté en la primera butaca de la derecha y dejé que terminara el ensayo.
El día de la representación, Andrés Alfaro, se ocupó de la iluminación y así apareció en los títulos de
crédito del folleto que repartimos.
Me enviaron a Alicante y allí me impliqué en política, tres años después me dieron un cargo en Madrid. He pasado bastante tiempo fuera de mi país. Ahora llegó el momento de la jubilación y he decidido establecerme de nuevo en Valencia. A menudo me pregunto qué habrá sido de aquellos chiquillos a los que un día di clases como maestro. De todas mis ocupaciones, siempre fue la que más me implicó. Me gustaba hablarles de la necesidad de encontrar un oficio que  les gustara para que su vida fuera más agradable. De que todos los trabajos son dignos y necesarios y de lo mucho que me alegraba a mí el día, un camarero que me sirviera todas las mañanas un café con una sonrisa en los labios. Con el transcurso de los años me tropecé con alguno de ellos que habían elegido ese rumbo.
¿Y Alfaro, qué habría sido de Alfaro?
Hace una semana volví a Valencia para encontrar un piso donde establecerme y comenzar a vivir esta nueva etapa de la jubilación. Me habían hablado de un ático en la zona de Ruzafa que había sido de un arquitecto. No me parecieron mal ni el precio, ni la ubicación. Después de acordar los términos de la compra con el propietario, me acerqué dando un largo paseo hasta la Alameda y me senté en una terraza a tomar un aperitivo. Hacía un agradable tiempo de marzo, sol y buena temperatura, presagio de las fiestas josefinas.
Una pareja con un carrito y un niño de corta edad paseaban por el centro. Cuando llegaron a mi altura, el hombre detuvo el paso y se colocó en frente de mí. Era alto, desgarbado y su pelo en el que ya se anunciaba una calva cuarentena, parecía haber sido de un rubio pálido. Don Carlos, ¿no se acuerda de mí? No reconocí siquiera el timbre de la voz. Soy yo, Andrés Alfaro. Me levanté a saludarlo y me estrechó fuertemente entre sus brazos. Qué alegría , don Carlos, toda la vida me he acordado de usted. Aquí le presento a Clara, mi mujer y mis dos hijos.
Yo todavía no salía de mi asombro, que aquel hombretón que tenía frente a mí hubiera sido un día el desvalido Andrés Alfaro.

Andrés, qué es de tu vida, a qué te dedicas. Soy electricista, don Carlos. Después de trabajar durante muchos años para otros, acabo de establecerme por mi cuenta tengo  mi propia empresa de montajes y estoy muy liado, pero muy contento. Cuánto me alegro de verle. Siempre me acuerdo de usted y de aquellos improvisados focos.
Les invité a sentarse a mi mesa y compartimos el  aperitivo que se convirtió en una ligera comida, con su chiquillo revoloteando alrededor y su mujer prestando atención a nuestras palabras. Nos intercambiamos teléfonos y nos prometimos llamarnos.
Me instalé en el ático y he comenzado a escribir. No de teatro, sino de aquellos tiempos de enseñanza y chiquillos. Andrés Alfaro, creo que empezaré por ahí, contando la historia de un niño que no tenía ganas de vivir.

 


¿Acabaron de leer la Historia de Alfaro? Pues yo terminé los exámenes. Adiós a los nervios, las horas de estudio, las sorpresas de última hora. Aquí me tienen en la foto a la salida del examen de Mme. Raingeard, con mis amigas irlandesas. La de la izquierda es June, Fitzboone que todavía se queda en Aix, hasta el veintitrés, Rose Prenderville ya volvió a Irlanda.
Es tiempo de despedidas, de recoger el equipaje y convertir lo vivido en recuerdo.
Hasta pronto, María, escríbenos. Nos encontramos en el Facebook. Vuelve cuando quieras. Venid a mi casa y nos comeremos una paella...
Pero antes, déjenme que me de un par de homenajes, que me los he ganado.
Hoy es viernes por la mañana y estoy en Lyon. Les escribo desde la ciudad de las madres cocineras. Que pasen un buen fin de semana. Yo, con el permiso de la lluvia, intentaré hacerlo.
Nos vemos, les vuelvo a escribir muy pronto.

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