domingo, 6 de septiembre de 2020

LA ISLA DE LOS FRANCESES



Vinieron Xavier Marí y Javier  Espinosa con una amiga para que organizáramos una jornada de marcha  nórdica por la  marjal. Como ellos se definen, son  dos obreros de este  deporte. Entre  nota  y nota, Espinosa y yo empezamos a desgranar los muchos amigos que tenemos en común. Y es  que al final de tantos años, el  mundo es un pañuelo a poco que te  hayas  movido  por él.
Espinosa me  regaló dos  historias. La de Kapingamarangi, que dejo para  otro  día, provocada porque hablamos de islas y de territorios de ultramar y, dado que se  coló de  refilón en mi watshap una  foto del  Sirocco y de su capitán Toni  Nieto y de que  ambos somos amigos de parte de la  tripulación que  en esos momentos surcaba las aguas  de Baleares, pues Espinosa me contó la historia del  primer campo de  concentración que existió en el mundo y de que  fue español.
Me gusta  escribir relatos. Y también me encanta que me  los  cuenten. La seducción de las palabras.


En tiempos de Napoleón, el ejército  francés entró  en España como el que entra en  la cocina del vecino a coger un poco de perejil. Con la excusa de que  iban a invadir Portugal, el rey  los dejó pasar, me imagino que a  cambio de una gran suma de  dinero. Y la familia  real fue llevada a Fontenaibleau. No nos vamos  a  enzarzar en los  pormenores del levantamiento  del dos de mayo de 1808, sino en  la batalla  de  Bailén, primera derrota del  ejército francés  en campo  abierto, comandado  por el general Dupont, frente  a las tropas del general Castaños. Hasta dieciocho mil soldados franceses se rindieron. Tras  la batalla, las capitulaciones de  Andújar en  las  que se  estableció que los franceses abandonarían  Andalucía  y entregarían sus armas, mientras las autoridades españolas se comprometían a garantizar la vida de  los  heridos hasta que fueran  repatriados. La realidad fue que España  no contaba con barcos suficientes  para realizar este  transporte y pidió ayuda  a  Gran Bretaña. Esta  aceptó y se inició el traslado por  toda Andalucía hasta  Sanlúcar de Barrameda, padeciendo por la mala  alimentación y la  disentería.
Llegado a este punto, el  gobernador  militar de Cádiz decidió  deshacerse  de ellos. Y se empezó a esfumar  la ilusión de que  fueran canjeados por  españoles.
Tras varios meses, una parte de los barcos  recaló en las Canarias y el  resto, unos diez mil  prisioneros en Mallorca. Pero no fue  posible atracar las embarcaciones ante  las protestas  y  tuvieron que  desembarcar en la  isla de Cabrera.


Tras un año de  travesía, los prisioneros franceses acabaron en aquella  pequeña  isla. También hay que  entender el rechazo  español ante  las tropelías que  habían cometido los invasores.
Cabrera se convirtió en una prisión natural durante cinco años, donde se hacinaron los  soldados franceses sin recursos  y en condiciones infrahumanas. Unas pocas cabras  salvajes y un  pequeño manantial. En el inicio del cautiverio, las autoridades enviaron víveres cada cuatro  días  que eran insuficientes: sacos de habas, mendrugos de pan. El hambre comenzó a hacer estragos y cuantos más muertos habían, más prisioneros se enviaban de otras zonas de España. Los oficiales franceses intentaron organizarse en  la isla que produjeron algunas mejoras, pero la vida en Cabrera continuó siendo un infierno. La violencia, el caos, los suicidios,  los intentos de fuga y las enfermedades estaban  al orden del día. Los cuerpos de los muertos se amontonaban en el  suelo. No había útiles para enterrarlos. Al final decidieron  quemarlos. Semanalmente  se  formaba  una gran hoguera.


Muchos soldados intentaron fugarse. A nado o arremetiendo contra alguna de  las barquitas  que llegaban  con provisiones. Solo unos pocos tuvieron éxito. Hubo represalias  por parte  de  la  autoridad  española, dejando de enviar víveres. Los supervivientes tragaron con todo. Insectos, largartijas y cualquiera  cosa susceptible  de echarse a  la boca. Se practicó  el canibalismo. El hambre pudo con cualquier rasgo  de humanidad. Hasta perder la cabeza. He leído  en Internet que las  fuentes  que  hablan de la  práctica del canibalismo, cuentan que primero se comían los  cadáveres que  yacían en el  suelo, pero tiempo después se  pasó al asesinato  para poder  disponer  de carne, aunque  fuera la de  sus camaradas. Ante tal situación, las autoridades decidieron aumentar las  raciones  y  el  agua potable  que  eran enviados, así como evacuar a los enfermos más graves. Eso fue el origen de  que muchos franceses se  autolesionasen.
El 17 de abril de 1814, ellos estaban  allí desde 1809, terminaba la Guerra  de  la Independencia y un mes  más tarde  los  prisioneros de Cabrera quedaban en  libertad. Imagínense lo que restaba allí.



Esta pasada  noche apenas he podido dormir. Me he  despertado sobresaltada por un extraño sueño  en  el  que  aparecían unicornios  alados, seres mitológicos y todos  sucedía en  un teatro  por  el  que  volaban y yo estaba sentada en un palco. Quizás sea `porque anoche volví a ver Las brujas  de  Zugarramundi.
De pronto ha venido a mi mente una portada  de libro, Cabrera y su autor, Jesús Fernández  Sántos. Y de  que lo  leí a principios de  los  años  ochenta. Y de que el autor, a través  de un personaje, narra todos  estos  hechos.
Pero también me he acordado de aquel viaje de septiembre, con el Sirocco, hace doce años. De la llegada al puerto  de Cabrera y de  las praderas  extensas  de  posidonia. De cómo se veían tras unas aguas translúcidas. Del paseo  que dimos, del rato  sentados en  aquella  terracita  del  único bar...
En realidad, hoy quería hablarles de marcha nórdica. Pero la  historia  de Javier Espinosa pudo más conmigo.
Que tengan  una feliz rentrée.


1 comentario: