domingo, 27 de septiembre de 2020

MISCELÁNEAS

 Las gafas de leer aparecieron, misteriosamente, en el sofá, debajo de  un cojín. Y mira que  lo  había  revuelto  todo buscándolas. Para  mí, que los objetos que  me rodean tienen vida propia. Las gafas se  esconden, las llaves se aburren y se cobijan  detrás de los  DVDs, las gabardinas se cabrean porque no  llueve y  no las saco del armario. Por no hablar  de  los libros, que piden a gritos que los libere del confinamiento de  las cajas  en que los tengo metidos desde  hace años.


Aparecieron  justo  después  de  que  se  marchara  Kiko Veneno y sus  músicos, que actuaban  en  Valencia (Me quiero asegurar /Que mi sombrero  está  bien  roto y así los rayos/Pueden entrar en mi cabeza./Te quiero conquistar/Con el suave viento gratis  y fresco/De mi abanico de cristal).
Kiko Veneno es un poeta callejero que musica  sus versos. Lo trajo uno de los  miembros del grupo Los inhumanos (Manue' no t'arrime a  la pared, que  te va  llenar de cal, de cal).


Nunca pedimos  fotos a los  artistas  que  vienen. Entendemos que si eligen esta  casa es por  su tranquilidad, porque  quieren pasar  desapercibidos. No les hemos solicitado a los de  M-Clan, que son asiduos. Ni a los  de La Habitación roja.  Pero con  Kiko no nos pudimos contener. Gente  sencilla el gaditano. Y muy  amable.

Después subí  arriba. Iba  a  prepararme para  mi paseo de marcha  nórdica. Me dejé  caer  en el sofá y ... Et voilà! Allí estaban las  gafas.

Ya con mis bastones  y con una tarde  otoñal magnífica, me dirigí hacia  la  Travessa y de allí viré hacia  la izquierda, a la casa  verde.

Añadir título

Tengo un amigo que  vive y trabaja en el extranjero y me ha pedido que le  localice una  casita  en la Marjal. Le gustaría  comprarla y arreglarla. Está enamorado de  esta zona. Pensé  en esta por su  frondosidad, porque está al lado  de  dos acequias. Porque me gusta. Me  acerqué grabando un video y vi que  la  cadena estaba rota. La verja metálica la  habían movido y estaba  mal colocada. Al  fondo, detrás  de  otra verja, un perro ladraba. Salió un chico gritando:¡ Esto es una  propiedad privada!. Le dije que era  María  Dolores, de  La Matandeta. Se acercó a  mí. Estaba muy nervioso. Tenía  un aspecto muy desaliñado y un aire a inocencia que  no se la acababa.

Me contó que le habían entrado a  robar esa  misma  mañana. Le habían roto el candado y la cadena y, a pesar  de  que  tiene un perro  que impresiona, un terrier American Staffordshier, el animalito, que  responde  al nombre  de Saurón, es muy cariñoso y no hace nada. Jorge, que así se llama el muchacho, añadió que se  le habían llevado las  veinticinco  gallinas que cría, un grupo electrógeno y un motor de barca. El gallo rojo, que me despierta  todos  los  días al amanecer, como anda  suelto a  su aire, sigue por  allí, sin apercibirse  de  lo ocurrido.

Jorge me cuenta  que la  casa no se vende. Él va todos  los  días a cuidar de  las  gallinas. Iba. La casita verde  era de sus abuelos. El abuelo murió y la abuela  dejó de  ir. La  heredó su tío, que también es su padrino. También murió y se la dejó a él. 

El joven no debe tener más de treinta  años. Arregla motos y coches  a  domicilio. Los domingos invita  a  sus  amigos a paella en la  casa heredada. Sabe  que debería arreglarla, pero no tiene ni dinero ni  tiempo. Le dije que  si necesitaba cualquier cosa, ya sabía dónde encontrarme.


 Seguí caminando con mis  bastones y al final  de la  Travessa,giré hacia la  derecha. Me sobrepasaron un padre y su hija de unos siete  años, ambos en bicicleta. A la altura de  la Casa del  Eco, los encontré sentados en el murete que circunda la casa. El padre le demostraba que los sonidos revotaban y se  producía el eco. Sonreí. Les expliqué que, cuando mi nieto era pequeño, siempre veníamos aquí a  gritar. La llamábamos, la  seguimos  llamando la  Casa del Eco. 


 

Pero ahora mismo, Manuel ya no  tiene  ganas de jugar con el eco. Prefiere coger la bici con sus amigos y perderse por  los campos. Como hoy, que compartió con ellos su primera paella, aunque  fuera  en el restaurante de  su  familia. Qué deprisa  pasa  el tiempo. Y aún así, a veces pienso que me gustaría  cerrar los ojos y al abrirlos estar ya en 2022. Y que la pesadilla hubiera terminado.

 


Así se lo cuento a Emma, una joven  inspectora  médica con  la que coincido algunos días, camino del trabajo. Ella no sabe quién es  Emma Bovary y yo no sé cómo van las bajas laborales. Le hablo de Flaubert y  de literatura francesa  del siglo XIX y ella me  enseña  en su móvil las curvas de contagio. ¡Madre del Amor Hermoso! ¡Si estamos  mucho peor  que  en  marzo!. Asiente con la  cabeza. Me cuenta  que  al  principio del confinamiento, mucha gente quiso coger la  baja  laboral y al  anunciarse los ertes, los mismos corrieron  a por  el alta. Me cuenta  de  la  picaresca  de  este  país, de algunas  personas. Y así se nos  hace más  corto el trayecto.

Salve y ustedes lo pasen bien.


 


No hay comentarios:

Publicar un comentario