sábado, 19 de septiembre de 2020

LA PUNTA DEL PARAGUAS DE PAQUITA SANTAINÉS




                                                                                 Dios esconde las cosas poniéndolas cerca de ti.

                                                                                             Ralph Waldo Emerson


Un restaurante es una escuela de psicología. Y al cabo de los años, una termina con una maestría sobre la condición humana. Dice mi amigo Joan Roig, con  tantos años cara el público, que cuando entra alguien por la puerta de su restaurante en Alcossebre ya sabe qué clase de persona es.


Conocimos a Paquita Santainés a inicios de un mes  de diciembre de .... Se acercaba la Navidad. La trajeron a ella y a su marido uno de sus hijos y su mujer que ya  habían estado varias veces en nuestra casa, para que decidieran si era el lugar adecuado donde celebrar la comida de Navidad. Se reunía toda la familia. Unas cuarenta personas. A Paquita se la veía una mujer dinámica y enérgica que se pasó todo el rato llamando Chavalín a su marido, aunque el hombre ya no cumplía los ochenta. Chavalín, ¿te gusta el sitio? Chavalín, ¿estás de acuerdo en que reunamos a la familia aquí? Chavalín asentía a todo. 
Llegó el veinticinco de diciembre y ocuparon el comedor azul, muy apropiado para reuniones hasta cuarenta  personas, antes de  la era  Covid. Al inicio del ágape, bendicieron la mesa. Los niños, y había bastantes, eran muy educados. A un veinteañero se le ocurrió pedir una botella de vino que no entraba en el menú y Paquita  lo puso en su sitio. Ella era una materfamilias. Un matriarcado con todas las de la ley. 
Al final  de la comida, ya mucho más distendidos, ante tanto hijo y tanto nieto, le pregunté si eran kikos y ella me contestó que sí. Se fueron contentos y dando las gracias. Y reservaron el comedor azul para el  veinticinco de diciembre del año siguiente.




Llegó la primavera y con ella, la víspera de Fallas. La Matandeta se preparaba ya de buena mañana para la batalla cuando, sobre las diez, sonó el teléfono y lo cogí yo. Era Pepa, la nuera de Paquita, la que la trajo para que nos conociera. Me decía que su suegro había fallecido y estaban en el tanatorio. ¡Ah, Chavalín! Cuánto lo siento. Verás María Dolores, necesitamos una comida sobre unas cuarenta personas para dentro de tres horas. Ha  venido mucha familia de fuera  al entierro y acabaremos sobre mediodía. No se pueden ir sin comer. Pero si estamos a tope. Son Fallas. Ya, pero si solo serían unos entrantes, unos arroces, el postre... Lo que queráis. María Dolores, haznos ese favor. Empecé a sudar con el teléfono en la mano. Cerré los ojos, calculé lo que podía ocurrir. El comedor azul era lo único que teníamos vacío. Vale, de acuerdo. Pero no vengáis antes de las dos. 
Me di la vuelta para asumir que  me faltaba lo peor. Decir que acababa de coger una reserva para cuarenta personas, cuando no teníamos bastantes camareros con  lo que ya había. La comida no era problema. Tenemos un gran congelador.
Le tocó a Aaron. Un chico que era la primera vez que trabajaba en hostelería. Paquita, como siempre hace, emplató los arroces, previamente haber bendecido la  mesa. Se fueron muy agradecidos. Aarón no volvió nunca más. Creo que abandonó la hostelería nada más empezar en ella.

 


Llegó mayo con sus flores. Y con su día de la madre. El domingo que más se trabaja de todo ese mes. A tope. Y llamó Paquita por la mañana. Había fallecido su nuera, Pepa, la que la trajo a  nuestra  casa. ¿Quéeee? ¡Una chica tan joven, tan llena  de vida! Si, María Dolores. Padecía del riñón. Le hicieron un trasplante. Lo rechazó. Por favor, necesitamos ir a comer sobre cuarenta personas. ¡Madre del Amor Hermoso! ¡La segunda vez, en lo que va de año! ¡Y los días que más trabajo hay!
Decidí no perder el tiempo con tonterías. Al fin y al cabo íbamos a darles de comer. De acuerdo, Paquita. Lo de siempre. En el comedor azul, que es lo único que tenemos libre y sobre las dos. 
Cuando se lo dije a Helena me espetó:¡ Madre, tú estás loca!. Y esta vez no hay ni un Aarón. Da igual. La  llevaré yo. Y así fue. Paquita bendijo la mesa. Se comportaron educados y agradecidos. Mi amiga  emplató los arroces. Y digo mi amiga porque ya habíamos empezado a serlo. Se marcharon y volvieron el día de Navidad al comedor azul. Fue mi última Navidad de casada.




Sobre el mes de noviembre de hace dos años, me llamó porque deseaba concretar el día de Navidad. En el comedor azul. La trajo su hijo, el de la primera vez. Que además es inspector de Hacienda. El que había enviudado de Pepa, la nuera encantadora. Comimos juntas. No sabía nada de mi divorcio. Yo andaba bastante alicaída y descentrada. Me hizo reir. Y entonces, me contó su historia...
Mira, María Dolores, ¿has visto mis cuatro hijos, dos chicos y dos chicas? Sí y lo mucho que te quieren. María Dolores, amiga, la realidad es como una cebolla. Está hecha por capas. No son mis hijos biológicos. Yo me casé con un viudo. ¿Cómooo? Abrí unos ojos como albaricoques. 
Yo nací en Carcaixent y me hice bordadora. Tenía mucho trabajo. Entonces se bordaban los ajuares para casarse, las sábanas nuevas, las toallas  que  se  compraban, las bolsas del pan. Se bordaba todo. Y yo estaba considerada  como muy buena en mi oficio. Tenía novio y nos íbamos a casar. Ya nos habían echado las amonestaciones. Solo faltaban quince días. Recuerdo que una vecina me había pedido que  le  bordara el ajuar de su hija. Yo no daba abasto y le dije que no. Recuerdo que  era  una  noche que llovía, volvíamos a mi casa y él, antes de  entrar, me sugirió que  cuando nos casáramos, cogiera  también el ajuar de  la hija de la vecina. Entramos en el zaguán de la casa de mis padres. Encendí la luz, cerré  el paraguas y con toda  la fuerza y el empuje de que fui capaz, lo clavé en el suelo mientras gritaba: ¿Pero tú qué  quieres? ¿Una mujer o una esclava? Y seguí clavando la punta del paraguas en el suelo una y otra vez al tiempo que repetía: ¡Que no, que no me caso contigo! 
Armé tal escándalo, que mi madre se levantó de la cama, toda asustada. 
Cuando supo de qué se trataba empezó a darle la razón al que hasta entonces y durante siete años había sido el hombre que me  llevaría al altar. Mi traje de novia ya estaba preparado. Y seguí clavando la punta del paraguas en el suelo, como un mantra de reafirmación. Y repitiendo una y otra vez ¡Que no me caso!
No, no me casé. Me marché a buscar trabajo a Valencia. Debía ser mitad  de los años sesenta. Tengo ochenta y un años. Así que... Encontré colocación en una tienda de pinturas de  la calle del Mar. Vendía mucho. Creo que valgo para estar cara al público. Llegaron las Navidades y mi jefe no me quiso pagar la extra. Dijo que con las comisiones que me llevaba ya tenía bastante.
Y venció enero y un cliente que  había abierto a su vez otra tienda del mismo sector, me ofreció trabajo. Le pedí quince días para despedirme. Cuando se enteró mi jefe, se enfureció porque no le había dado el plazo de un mes que entonces era reglamentario. Usted, tampoco me pagó la extra y también era reglamentaria.
En la nueva tienda conocí al que después sería mi marido. Entré a trabajar en Telefónica por las mañanas y seguí con la tienda  por las tardes. Fui una chica del cable. Chavalín era el jefe del Gabinete Jurídico.
Y sigo con los ojos bien abiertos y con la boca en modo exclamación. ¿Os casasteis enseguida? Qué va. Estuve siete años pensándomelo porque aquello de casarme con un viudo... ¿Conocías a lo niños? Y tanto, todas  las tardes los tenía en la tienda de pinturas. Su madre había muerto muy joven y ellos llevaban mucho tiempo sin una  presencia femenina, un referente. Al final cedí y nos casamos. 
En cuanto tomé posesión de aquel hogar, me di cuenta de que había que poner orden. Si nadie se hacía la cama, yo tenía que cargar con cinco. Establecí reglas, horarios y normas.
Paquita me cuenta que es miembro de la Obra y también me pregunta si, aparte  del que era mi marido, me he acostado con otros hombres. ¡Paquita, que eres del Opus! Si, pero no soy ninguna mojigata.
Paquita a sus ochenta pasados, tiene más vitalidad y energía que mucha gente de cuarenta. Durante el confinamiento estuvo sola en su piso de la  avenida de La Plata. Todas las mañanas, le enviaba mis amaneceres y en cuanto fallaba tres días, ya me estaba escribiendo. ¡Niña! ¿qué pasa que no amanece?
Cuando convoqué el crowfunding fue espléndida y generosa. Vamos que ya tiene casi pagada la comida de  Navidad de su extensa familia. Y también vino a comer este verano con sus sobrinos de Carcaixent.
Es una  persona admirable. La quiero mucho. Otra mujer valiente y decidida con la que me he cruzado en la  vida. ¡Ah! Ya me  ha  avisado que al próximo viaje a La Alcarria, se  viene conmigo.
Salve y ustedes lo pasen bien.

5 comentarios:

  1. Estupendo relato de una historia estupenda.

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  3. Otra de las historias de la Matandeta que me ha encantado 😍

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  4. Una historia estupenda y muy bien contada, como tú sabes hacerlo.

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