domingo, 8 de diciembre de 2013

LAS MANOS DE PAPÁ.


                                                

                                                                                          A Rubén, feliz cumpleaños.


Decir que mi infancia fue un paraíso sonará a tópico literario, pero así es, el único paraíso que he conocido y que también perdí, sin remisión, como lo hacemos todos.
Además de mental, fue un paraíso físico, una casa grande situada en mitad del verde del arroz en verano, el amarillo de la siega en otoño, la lámina de agua grís y melancólica del invierno y la ristra de aves detrás de la rueda del tractor labrando y tirando guano, preparando la tierra en Primavera para la siembra de mayo. Un lugar único, la Marjal de la Albufera donde mi infancia fue birbada, como lo son los campos de arroz.
Una casa a la que llegué con un día de vida y en la que éramos cinco miembros, más Babo,  más cinco cabras,  un gato llamado Ponce, una tortuga de nombre Cuchita, más el resto del mundo que pasó por allí y entró.
En el colegio se empeñaban en enseñarme que mi familia tenía tres miembros y yo respondía que cinco. Cuatro columnas en las que sostenerme para dar mis primeros pasos, mis primeras miradas a la vida.
Siempre había gente, que entraba y salía con la misma frecuencia con que se sucedían los días y las estaciones. Siempre había cosas nuevas por descubrir y mucho espacio para que mi infancia trasteara en plena libertad y en plena naturaleza. Las cabras que se escapaban, los ciclistas que entraban a almorzar, los extranjeros con los delantales de colores y sus  extrañas lenguas, el olor a ahumado de las paellas. El olor de hogar.  Mamá y aia discutiendo por cualquier tontería y, al minuto, echándose de menos. Mi abuelo y sus increibles ideas. Los recortadores de toros y sus movimientos, los eventos de mi madre, los relatos  de mi aia ...
Y en mitad de aquel caótico paraíso, el mejor y más nítido recuerdo, las manos de mi padre sobre la tabla cortando con el cuchillo. Unas manos grandes, poderosas, seguras como raíces de roble asidas a la tierra, el hilo conductor de nuestra existencia. Las manos de mi padre hablaban y contaban aquello que no salía por su boca. Sus ganas de trabajar y triunfar, su nerviosismo y su enojo. La ilusión y alegría con que se enfrentaba al día a día.  Su manera de amar. Las manos de mi padre,  la columna vertebral a la que estaba sujeta aquella forma de vida. Tan diferente y tan única.
Aunque yo no lo recuerdo así, me han contado que fueron años muy duros y difíciles para todos. La   sociedad en que me tocó nacer había roto aguas. En el parto, todo el mundo trató de reinventarse y  de cambiar el sistema por funesto y obsoleto. No lo sé, me lo han contado y yo lo he leído en los libros y lo he visto en reportajes, en hemerotecas virtuales. Aunque no sé si debo creérmelo porque en aquel paraíso nada me faltó, ni eché de menos. Risas y cariño, tardes de lluvia y mañanas de sol, primaveras pletóricas, conversaciones y buen humor. Amigos, viajes y fiestas.
Y por encima de todo, la fuerza, la seguridad que le dio a mi vida contemplar aquellas manos  en silencio trabajando. Su movimiento rítmico y acompasado,  como las ruedas de un engranaje que regulaba la existencia, como la banda sonora de nuestra historia familiar y particular. 
Pasara lo que pasara fuera de aquella casa, e incluso en su interior, nada me haría daño, ningún caos rompería la perfecta tela de araña que era mi espacio vital.
Pasara lo que pasara nada me haría daño,  porque allí estaban las manos de mi padre  para espantar los maleficios y los duendes perversos.
 Manos grandes, fuertes, poderosas, como raíces de roble que sujetan el árbol a la tierra. No había inundación, ni torrente que pudieran con ellas.
Las manos de mi padre  sobre la tabla cortando el quehacer de cada día, abriendo el camino de mi vida.




2 comentarios:

  1. Emocionante, precioso, ya me hubiese gustado que alguno de mis abuelos o abuelas me dedicaran algo así. Unos murieron jóvenes y no los conocí a los otros se lo impidió el alcohol. Gracias.por tus relatos

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  2. Tengo los pelos como escarpias.! Emocionante y emotivo relato. Me encanta. Besos María Dolores.

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