lunes, 23 de diciembre de 2013

BALADA DEL LEÑADOR.

Y ahora, sudoroso y fatigado, con la respiración entrecortada por el esfuerzo realizado para llenarle de piedras y coserle el vientre a la fiera, se quedó mirándola, más encarnada y hermosa que nunca y comprendió.
La había seguido sin atreverse a decirle nada, desde la casa de su madre, rotunda, escarlata, esplendorosa en su recién estrenada adolescencia. Pensó que por mucho que se empeñara no podría hacer nada por apartarla del peligro, por evitarle el desengaño, la decepción. Que amarla consistía precisamente en dejarla vivir sus propias experiencias, que no se puede crecer a través del espejo del otro.
Así que se limitó a ser testigo mudo de sus andanzas. No la apartó de la bestia cuando supo de su engaño, ni intentó convencerla de lo contrario. Agazapado, solo, presencia huidiza entre los árboles por los que se cuela la luz de lo desconocido y emergen los cantos de sirena de la prohibición.
Llegó con tiempo a casa de la abuela sin querer evitar lo inevitable. Se conformó con ser estatua petrificada, sin capacidad, ni voluntad de acción. Ni siquiera cuando oyó los gritos de la pobre anciana pudo levantar las manos para taponarse los oídos.
La vio llegar feliz, confiada, resuelta a cumplir con su destino, después de atravesar el bosque, que también es la aventura, sin más espada que un tarro de miel, una hogaza de pan, unas onzas de manteca, una botella de vino... Escudada en su efímera belleza, quiso conservar la imagen y el momento, por si algún tiempo después, se atrevía a amarla desde las palabras y no desde el silencio. Pero no confiaba en él y quiso estar seguro de que cada día, sucediera lo que sucediese, tendría que ganarla con el sudor de su frente y sin desesperación ante lo inevitable.
Por eso cuando ella se metió en la boca del lobo, él todavía esperó y esperó... El momento propicio a que la bestia, gris, peluda y maloliente confiara en que todo había terminado y el cuento no tuviera un final feliz para las víctimas.
La pilló de improviso, la fiera feroche descansando junto al río. Un locus amoenus propicio para el amor y la seducción, sin embargo, por eso mismo tuvo fuerzas para embestirlo , destriparlo de arriba abajo sin encontrarle las entrañas, ni el corazón. Allí estaba ella, sin asustarse, convencida de la voluntad de su acción, más roja que antes de atravesar el bosque, pero también, más humana, más mayor.
Y ahora, sentada frente a él, aturdida por lo vivido, más encarnada que nunca, ella también comprendió.
 
 



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