miércoles, 24 de abril de 2013

ABRIL EN PROVENZA

En su última visita al Barbas no le dió la gana arreglarme la bicicleta de la difunta Mme. Moxon.
Dijo que él no era quien para tocar la bici de nadie y menos de una fallecida.
Falsas excusas de filósofo abstemio, puesto que en septiembre y antes de volver a España fue, me compró un candado y un bombín.
En realidad, teme que su osada señora coja la bici todos los días para cubrir el trayecto Puyricard-Aix, por la carretera.
A falta de bici, ahora que llegó abril, los días son más largos y se ha instalado en el paisaje la primavera, voy y vengo de la Fac con el coche de San Fernando: un ratito a pie y el otro andando.
Con tanta marcha por las montañas, arriba y abajo, a mis fesses les ha dado un subidón que parece que de momento hubieran derogado la ley de la Gravedad a mi alrededor.
A las siete de la mañana emprendo la ruta por los chemins que rodean a Puyricard y lo unen con la ciudad, sin necesidad de tomar la autopista o la carretera.
Suelo coger el chemin de Lauves una de las rutas Cézanne en cuyo inicio y casi pegado a Aix se encuentra el  que fuera taller del pintor.
A la media hora de caminata aparece ante mi vista la Sainte-Victoire, que a esas horas se puede apreciar a través de la bruma matutina, y que entonces es mía como antes lo fue de Picasso y de Cézanne. Qué lástima que yo no sepa pintar, ni dibujar, porque esta montaña tiene un perfil impresionante, digno de ser retratado por la mano de quien lo fue.


Les puedo confirmar que era cierto lo que me habían augurado: la primavera en la Provenza es espectacular. Una lujuria de colores y olores para los sentidos. Un despertar la vida como recién nacido y crado el mundo. La otra tarde, de regreso de la ciudad y con los ojos y la nariz abiertos y receptivos,  pasé por un lugar increible, cuya foto nunca revelará ni la mitad de lo que era aquello.
El silencio solo era interrumpido por el canto de los pájaros y el murmullo del viento. La vista se rercreaba ante tanto color y no acertaba a dónde mirar.
Empecé a caminar entre las flores blancas y amarillas. Una gran planicie de color y la sensación de que me encontraba en un locus amoenus, en mitad de un poema. Me senté un rato en la mullida alfombra de colores y desde allí contemplé la Sainte-Victoire. Tanta flor y tan salvaje, dioses.
Tal era mi ensimismamiento que no me dí cuenta de unos cajones de madera, por decenas, que se encontraban a mis espaldas. Unas cuantas abejas habían empezado a revolotear a mi alrededor. Y su número iba creciendo. A los pocos minutos, eché a andar hacia las cajas y solo entonces comprendi la  situación: Decenas de cajas de madera, las había por todas partes y las abejas salían de su interior. Me había metido en una zona de colmenas.
Pies para que os quiero. ¡Ay, de mis fesses si me llego a sentar sobre aquello! Ni locus amoenus, ni ley de la Gravedad que valga, ni tête de veau con salsa de ragout. No paré hasta llegar al camino y perder de vista las flores, la Sainte-Victoire y toda la gloria del universo pictórico.
Esas son las cosas que me pasan, mientras acaban las clases, llega el buen tiempo y me escriben los amigos.

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