sábado, 11 de abril de 2020

EL LENGUAJE DE LAS AZOTEAS IV



                                                                                     




                                                                                         El pasado no sólo no es fugaz,
                                                                                         es que no se mueve de sitio.
                                                                                                  
                                                                                                      Marcel Proust.




Qué bien he dormido. Llevo instalada desde las diez en una hamaca que he subido a la azotea. Un par de libros: La caverna, de Saramago y Paris, no se acaba nunca, de Vila-Matas. Así viajaré otra vez contigo a esa ciudad a la que tanto nos gustaba escaparnos, cuando los niños y la economía nos lo permitían. Y cuando tu primo Pepe, alto funcionario de la ONU destinado allí, nos prestaba su apartamento del Quai d'Orsay. A recorrer librerías de segunda mano, escuchar jazz en las caves del Quartier Latin y pasear sin rumbo por la isla de San Luis ¿Te acuerdas aquella vez que comímos en la Brasserie des Lilas y en la mesa de al lado lo hacían Sartre, Simone de Beauvoir y Claude Launzman? Qué momento más emocionante. Para los dos, sobre  todo para ti, profesor de Literatura. Fue como vivir un pasaje de historia en nuestras vidas. Fetichistas que éramos. 
También me he traído unas hojas de papel en blanco, bolígrafos de colores y el sombrero negro de ancha visera comprado el último verano que pasamos en Xabia. La hamaca, de playa, es de color verde fosfo y combina muy bien con el negro del sombrero y mi ropa: Unos pantalones  ajustados y un suéter de cuello alto, también negros. Pero qué coqueta sigo siendo. A mi manera, porque la verdad nunca gasté mucho en atuendos, pero soy muy apañada para combinarlos. Y como tú siempre decías  hay que ver, la báscula tiene una pacto de vida contigo. Setenta y tres años, cariño y sigo usando la misma talla que a los dieciocho.
Mira, se acaba de asomar el señor del panamá al balcón. Lleva un café en la mano derecha y ha salido sin el sombrero. Con la mano izquierda me saluda y me ofrece su taza. Gracias. En su casa, suena  la 9 de Beethoven. La sinfonía está terminando. Pronto llegará  la Coral, ese símbolo de alegría y libertad, que ha tomado Europa como himno.
Europa. A ver cómo nos saca de esta. Solo bajo a por los periódicos los domingos. Compro cuatro y los voy leyendo durante toda la semana. No me dejo ningún artículo de opinión. Así contrasto. Dos informativos al día, y no quiero más noticias. Al principio me mareaba tanta información. He cortado por lo sano.
Acaba de salir a la terraza la chica del ático. Es rubia, de cabellos largos y cuerpo flexible. Me ha dado los buenos días y se ha estirado sobre la alfombrilla que llevaba debajo de un brazo. Empieza su tabla de ejercicios diarios.


¿Por dónde empezamos hoy, amor? Qué mal lo hice con Gabriel. Nunca me lo he perdonado. No me atreví a decirle que apareciste en mi vida y fue como asomarme al abismo. Un arrebato del que no quise escapar.
Pero volvamos a la universidad. La dictadura hacía aguas por todas partes. Yo, una chica de buena familia, católica y de derechas, educada en un colegio de monjas, me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras, una olla en plena ebullición. Las protestas estudiantiles se sucedían día sí, día no. Y ahí el franquismo demostró la prueba de su fracaso cultural e ideológico. 
1965, mi segundo año de carrera, la disolución del SEU, gracias a las movilizaciones universitarias y el apoyo de catedráticos como José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo, expedientados por acudir a   aquella  manifestación en Madrid del 24 de febrero. Cómo corriste aquel día  delante de los  grises, no te cansabas de contármelo. Estudiabas tu carrera allí y andabas movilizado. 
Aquí, en Valencia, también. Todos los días ocurría algo. Una manifestación, un cóctel Molotov, una pancarta en la fachada de la Facultad, que algunos  habían colgado durante la noche. Y yo, una chica mal de casa bien, siempre metida en todos los fregados.
Mi padre era un hombre muy religioso y por supuesto  apoyaba a Franco. Pero al mismo tiempo, siempre fue respetuoso conmigo y mis ideas. En una de aquellas movidas, nos encerramos durante una  semana en la Facultad, con  Raimon. Al Vent. Recuerdo que mi padre vino a verme y nos saludamos a través de la rejas del primer piso: ¿Estás bien, hija? ¿Necesitas algo? Nunca me recriminó nada, nunca se opuso a la manera de vivir que yo, que nosotros iríamos eligiendo.


El concierto de Raimon en mayo de 1968 - elmundo.es | Fotografía


Años contundentes en nuestras vidas, que marcarían un nuevo futuro a este país, lo sacarían de la grisura y del apocamiento, de la falta de perspectivas, de la cultura plana que nos habían  inyectado y del aislamiento, social, cultural, humano. Y nosotros, estuvimos allí.
Pero quería hablarte de  Gabriel y, ahora mismo, te traiciono con Saramago.

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