viernes, 30 de enero de 2015

POSTALES FRANCESAS


Hay días en los que a la cronista se le atraganta la crónica. Como un pastel de cumpleaños imposible de digerir porque el estómago no da para más. Como el muelle de un somier oxidado: molesto, pero todavía necesario. Hay crónicas que se caen antes de ser escritas, quizás porque son pasto de la brevedad del tiempo, como hojas caducas, presa de ráfagas de viento imprevistas. Por eso más que crónicas la viajera decide escribir postales. Con afecto y besos.



Carcasonne, imponente en el medioevo y todavía hoy. Entrada en Francia por el país de los cátaros, los puros, los mártires, bajo el azote del mala bestia de Simón de Monfort. Cae la tarde sobre la fortaleza de Carcasonne y la viajera recuerda las insufribles novelas de Peter Berling sobre el mundo cátaro, sus tesoros y leyendas y las recientes noticias de un "resurgimiento", ingenuo y breve, en un barrio de Valencia, de un amago de comunidad.
Cualquier día esperaremos a Arturo resurgir también de Avalon para salvarnos de nosotros mismos.



El queso es a la gastronomía francesa lo que la Revolución francesa a su historia: no se entienden lo uno sin lo otro. No hay comida francesa que se precie que no guarde una sección para este alimento. Da igual que se trate de un gran banquete que de un menu-routier. Los franceses tienen su tendero de quesos como otros tienen un callista. Alguien muy necesario para mantener la rutina, lo diario. Ya lo dijo Charles De Gaulle... Es imposible gobernar un país que tiene tantas clases de queso como días hay en el año.

Sin embargo, no son buenos tiempos para la lírica, ni para el roquefort, uno de los quesos franceses mundialmente más conocido. El pueblo de Roquefort-sur-Soulzon recibe un millón de turistas al año. Procedentes de todo el mundo, los entusiastas de este queso curado en cuevas naturales, componen el mayor turismo industrial europeo. Sin embargo, los paladares están cambiando. La aldea global ya no gusta como antaño del amargo y de los sabores fuertes, ganan plaza los azúcares y endulzados, los humamis y el glutamato monosódico, con lo que los italianos se estarán frotando las manos con su parmesano. ¿Qué ocurrirá, pues, siguiendo esta tónica, con el amargo de los foie-gras franceses?








Alain Montrozier es un enamorado de su pueblo Compeyre y de su departamento L'Aveyron en la región Midi Pyrinées. Involucrado en los asuntos sociales de su comunidad, hasta el punto de ser el promotor de su cooperativa agrícola y vitivinícola, Le comptoir paysan, después de dieciocho años de intentos, sus paisanos han conseguido que acepte el cargo de alcalde y se le nota la ilusión y el entusiamo.
La historia de esta localidad, Compeyre, a pocos kilómetros de la ciudad de Millau está relacionada con el mundo de los viñedos y de los vinos. Compeyre es una palabra de origen occitano que significa piedras amontonadas, acumuladas, las que dieron lugar a las cavas de este empinado pueblo que tuvo a lo largo del tiempo una posición privilegiada y de primer orden en el comercio de los vinos del valle del Tarn. Los négociants du vin en sus grandes cavas guardaban el vino producido en las terrazas de la región por los viticultores de la zona.


Compeyre durante mucho tiempo vivió de su gloria vitivinícola. Muchos nobles de los alrededores tenían aquí su cavas. Las terrazas donde se alineaban los viñedos estaban por todas partes. Todavía se pueden ver alrededor del pueblo las viñas y una callejuela empinada llena de cavas superpuestas a diferentes niveles. El saqueo del pueblo por los protestantes de Millau en 1582 marca el principio de su declive. Las cavas de Rivière sur Tarn, unas docenas de kilómetros más allá, tomaron el relevo.
Sin embargo, el viñedo renació una vez más hasta que a finales del XIX, la filoxera, seguida de los errores de empeltes, condujeron a un nuevo declive acentuado por la despoblación del campo.
Pero algunos habitantes de Compeyre han vuelto a dar vida a sus cavas.




Los vinos tintos de Alain Montrozier son elaborados a base de syrah, fer servadou, gamay y cabernet-sauvignon. Los rosados son de syrah y gamay. Los blancos son de mauzac y de chenin.
Alain Montrozier
Si Francia es conocida mundialmente por sus vinos, sus quesos y su foie-gras, otro producto estrella de la gastronomía francesa, the last, but not the least, son las ostras. Con una producción cercana al millón de toneladas anuales, es fácil encontrarlas en cualquier mercado francés y adquirirlas tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo.
Nosotros ya nos hemos aficionado a las de Bouzigues, junto al Etang de Thau y en particular a las que vende M. Balmefrezol, que las despacha en el vivero que dirige su hijo, Le Mas d'Argent, a docena de fraile, puesto que nos da trato de clientes habituales después de tantos viajes.
M. Balmefrezol nos cuenta  que las otras se crían a partir de las pequeñísimas que les envían desde Arcachon, en el Atlántico, que son como la simiente.





Anthony Bourdain en Confesiones de un chef, describe mejor que nadie, la primera vez que probó en su vida una ostra:
En cuanto me oyó, como si quisiera poner a prueba a los americanos, Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer ostras.
Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuales flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.
Pero yo, arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas.
Y, en ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento todavía más vivido en mi memoria que tantos otros momentos iniciáticos -el primer coño atisbado, el primer porro, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier otro primer- disfruté de mi día de gloria. Monsieur Saint-Just me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban. (...)
La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado y me la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar... a salmuera... a carne... y, de alguna manera, a futuro.





Y estas son las postales que les envío, vistas no desde el filo, sino desde la frontera natural que acaba en el cabo de Creus, las postales curiosas de esta afrancesada que no tiene remedio. Besos y saludos a todos en casa. Nos vemos,


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