Mi espacio vital se ha reducido al movimiento de rotación sobre mí misma y a un pequeño triángulo con el vértice en el sofá. De aquí al lavabo, del lavabo al dormitorio y vuelta al sofá. Cuando necesito una pausa, riego las dimorfotecas que planté en el balcón, antes de la operación de juanete y dedo martillo, que me tendrá anclada esta Semana Santa en mi apartamento de La Matandeta.
Tenía que estar el miércoles en ayunas a las ocho de la mañana, en el Peset. El traumatólogo que me atendió hace meses en Consultas Externas era un chicarrón con un leve acento andalúz y rastas. Nunca había visto un médico ejerciendo y con rastas. Eso me dió confianza. ¿Por qué? Porque se salía de la norma y los extremeños nos solemos tocar.
Me atiende una doctora, la anestesista, con los ojos muy maquillados. Me pregunta por los papeles que me dió el anestesista cuando me hizo las pruebas en diciembre. No hay papeles. No se lo cree. Yo tampoco que no me los dieran, pero así es. Me dice que me sedarán, que notaré durante la operación unas sacudidas eléctricas, que serán molestas, pero necesarias.
Una enfermera me pone una vía. Lleva un gorro de tela muy bonito, con un estampado de bacterias coloristas. Se lo hago ver, sonríe. Viene Vicent fuerte y me habla en valenciano. Me inspira confianza. Vamos para el quirófano. A los cinco minutos llega el traumatólogo, el de las rastas. Las ha cambiado por un moñete. Se lo hago ver y lo niega con una sonrisa. Nunca ha llevado rastas.
Me da la sensación de que ha pasado un minuto, he dormido todo el tiempo. Oigo a mi lado la voz de Vicent. Ja està, s’ha acabat. Cincuenta minutos de operación. Me voy a casa. Otra enfermera, la que me acompañó a desvestirme, con la mitad de la cabeza rapada y la otra con una pequeña melena pelirroja, me advierte del dolor que me espera y me aconseja que empiece a tomar calmantes. El problema no es la operación sino el posoperatorio.
Veinticuatro horas después, mi pie sigue dormido. No me ha dado una mala noche. Es jueves y vamos otra vez al hospital. El doctor, Diego Torres, alto, fuerte como un gladiador, un ligero acento sevillano, me atiende. Le vuelvo a interrogar por las rastas. Sonríe. Ayer, en el quirófano, me preguntó lo mismo y niega haberlas llevado, me habla de un compañero de Facultad que sí las tenía. Le digo que un médico con rastas es como un cura con vaqueros. Aunque no seas creyente, te cae simpático. Me cambian el vendaje. Le damos una tarjeta de La Matandeta. Nos pregunta si puede llegar en moto. Traerá a su chica.
Cuando nos despedimos nos señala que sí que vendrá. Le digo que puede traer las rastas y todo el personal suelta una carcajada.
No me duele. Pero mañana es viernes de dolor y la herida despertará.
Salve y ustedes lo pasen bien.
Vamos animo soy pilar de consultas de trauma todo pasara
ResponderEliminarGracias, Pilar. Un beso
ResponderEliminarMucha suerte, toda adversidad afrontada de una manera u otra nos hace más fuerte 💪.
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