martes, 13 de agosto de 2019

EL DOMINGO EN CEFALÚ

Descansamos media hora después de  la  cena y Manuel persistió en ver las estrellas. Al lado del teatro de la Verdura, había  una muestra de productos gastronómicos, artesanía, música y telescopios acompañados de astrónomos que te enseñaban a contemplar las  estrellas. Me enfundé en mi bonito vestido color verde mar, talle imperio, largo hasta  los pies, unas zapatillas blancas, recién estrenadas y para el autobús que nos fuimos a Via Roma. 
El autista, que así es como llaman aquí al chófer, no supo darnos demasiadas explicaciones. Que estaba  muy lejos, que teníamos que coger el 616 o el 645, y que  no nos cobraba  el billete porque él iba  de  retiro.
Cuando llegamos a las  afueras de  la ciudad, tuve un presentimiento, una señal. Mira Manuel, si fuera de día no me importaría ir hasta donde  sea. Pero son las nueve de la  noche y yo no conozco Palermo. Igual no encontramos autobús de  regreso. Bajémonos.
Cruzamos la calle hasta otra parada. A mí apenas me tenían las piernas, que ya no se sabía si de las extremidades superiores o de  unas  aletas se trataban. Cerca de una hora en la parada y una  preciosa siciliana treintañera que esperaba junto a nosotros y a  más  gente, exclamó Non ci la faccio piú!Palermo fa squifo. In Milano, questo non passa. Que viene a significar ¡Estoy harta!¡Palermo  da asco!Esto en Milán no pasa. Le pregunto qué ocurre. Cada vez hay más gente en la parada y no pasa ningún autobús. Me explica que durante el verano, a partir de las nueve de la noche, es muy difícil encontrar un autobús. ¿Por las vacaciones de gli autisti? No, porque no quieren trabajar, me responde. 
Al cabo de hora y media aparece un 806 y vemos que todo el mundo se sube a él, como si fuera  el último autobús que circulara por la tierra. Nosotros nos quedamos en la fermata con otras dos chicas, sin saber cómo acabará la película. Media hora después, aparece un autobús, otro 806 y nos subimos sin pensarlo. Nos deja  en el Politeama Garibaldi, a un paso de Via Roma. La avenida está llena de gente que celebra la noche del sábado en las terrazas, en los pequeños restaurantes.  Veinte minutos andando y llegamos al vicolo Guascone.  ¡Dioses de griegos y de romanos! No puedo con mi alma.


A las nueve de la mañana me encuentro a Inna en la  cocina. Qué tal la noche, me pregunta. Sin comentarios, menos mal que la señal me llegó a  tiempo.
Nos vamos a Cefalú a pasar el día. El tren sale de la Stazione Centrale, que la tenemos a un paso, al final de la  Via Roma, a las once menos veinte. No va muy lleno. Tres cuartos de hora después pisamos esta ciudad del Tirreno.


Al mediodía, la catedral de Cefalú está llena  de  gente que asiste a misa. Es un hermoso edificio que, junto el Duomo y claustro de  Monreale  y el Palermo árabe y normando, han sido declarados por la Unesco, Patrimonio de  la  Humanidad. Caray con los normandos, los hombres del norte, los vikingos, con la mala  prensa que siempre tuvieron y el arte tan exquisito que fueron capaces de proyectar.
Cefalú es una ciudad turística, repleta de italianos y gente de  todas  partes. Además es domingo. La recorremos poco a poco, sin prisas. Buscando la sombra en sus callejuelas.










La playa a la que nos dirigimos es minúscula y está abarrotada. Pero el agua, limpísima. Manuel se pasará cuatro  horas lanzándose al mar, Inna nadará una hora y yo, durante  dos, haré mis largos. 
De  regreso a la estación, al tren le faltan dos horas y media. Así que decidimos dar  otra vuelta. Nos sentamos en  una terraza frente a la playa  y Manuel vuelve a  lanzarse  al agua. Inna y yo iniciamos una conversación en nuestro común nivel de inglés, en la  que cabe de todo. Me  pregunta  qué pienso de Putin y yo le digo que es  el nuevo zar que  tienen los rusos. Ella me  da su opinión, a pesar de que, me confiesa, su marido es  el jefe del gabinete de  Protocolo del jefe de Gobierno de  la República de  Baskortostán y que se encuentra de misión diplomática en Viena, por eso  ella viaja sola. ¡Caramba, qué nivel!





Es hora  de volver a la estación. Pero antes hay que  sacar a Manuel del agua. Seguimos callejeando. Inna me abraza y me dice que sin mí nunca hubiera descubierto Cefalú, me da las gracias. La estación está abarrotada. Llega un tren y preguntamos si va a Palermo, aunque circula en sentido contrario. Unas italianas nos dicen que sí y nos subimos, como mucha  gente. Aparece una  joven revisora, nos  dice que nos bajemos, que el tren se  dirige a Taormina. Por los altavoces, anuncian algo que no entiendo y  todo el mundo se  lanza  a  la otra vía. Llega el de Palermo. ¡Madre mía! Desde mis tiempo de Interrail por Grecia no había visto tanta gente en un tren. Tenemos suerte. Encontramos asiento al lado de una  monja de pulcro uniforme. Manuel me pregunta  si es una sacerdotisa. Y eso que da Religión en el colegio.


Por fin, en el apartamento del vicolo Guascone. Inna solo quiere cenar fruta y chocolate. Pero compartimos  una ensalada y la botella de  vino Pinot grigio que ha comprado. Sorbo a sorbo se inician las confidencias, se comparten emociones, con esa facilidad que tenemos las mujeres para hacerlo. Me pregunta por mi situación personal y cuando se  la cuento, se queda pensativa unos minutos hasta que  susurra... María, tienes que hacer como los rusos, tienes que practicar el budismo. ¿Desde cuándo los rusos son budistas? Lo son sin saberlo, sin el método budista, no hubieran sobrevivido a  todo cuanto  nuestra sociedad ha tenido que padecer: acepta y aprecia el cambio, no te  preocupes porque es inútil, no te obsesiones con los sentimientos, entiende la  realidad como es... Inna sigue con su pausada y tranquila voz, con sus  maneras  eslavas.
Mañana  se va a Taormina y prosigue viaje. Le he dicho que me levantaré para despedirme de ella.
Son las ocho de la mañana cuando deja  el apartamento, no sin antes decirme que en Ufa, en Valencia o en cualquier  parte del mundo, está  segura de que nos volveremos a encontrar. Me abraza y se despide con un Maria, I love you.
Nosotros nos quedamos aquí, esperando a Roberta Barbuscia.

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