miércoles, 13 de febrero de 2019

MAASTRICHT Y SAN VALENTÍN




                                                         

                                                                Lo mejor será que bailemos.
                                                              ¿Y que nos juzguen locos, señor conejo?
                                                              ¿Usted conoce cuerdos felices?
                                                              Tiene razón, bailemos.

                                                                           Alicia en el País de las Maravillas

                                                                                        Lewis Carroll

                                                           


                                                                       
                                                                                      A Ferran y Sara

Sucedió que el hotel que regentaba  mi padre, con los Lhemon Brothers, se vino abajo. No es que los susodichos fueran amigos de mis padres. Es sencillamente que cuando las cosas se ponen torcidas, siempre hay alguien que te empuja hacia  el precipicio. Sucedió que yo había estudiado en la Facultad de Comunicación Audiovisual y trabajado para un canal de televisión alternativo. Y también cerró.
A veces, lo que mejor te puede pasar en la vida es que todo se vaya a la mierda. Lo  dijo el maestro zen: Ya  se verá.
Me marché a la tierra de la reina de la  Gran Bretaña. Les conté a mis padres que, al menos, aprendería inglés, cosa útil donde las haya. Me tenían que ayudar económicamente. ¡Y funcionó! Soy el hijo mediano, según los psicólogos, el más listo, porque se tiene que abrir camino a codazos entre dos inconvenientes. El mayor siempre es bienvenido. ¡Ay, el primer hijo, el primer  nieto, el primer sobrino, el primer niño de los vecinos! Y después va y llega detrás de ti una  sorpresa y encima... Es niña! Vamos, que  te  quedas fuera  de plano. Así que espabila, muchacho.
Que me fuí a Londres, a ver qué hacía con mi vida. Las hormonas efervescentes, la cara muy dura y las ganas de trabajar muy fuertes.
Ni chapa. No había por dónde meterle mano a aquello. Así que siempre recalaba en el café de un inglés llamado George. No he visto ser más insociable en mi vida. ¡Y tenía un garito abierto al público! El café para mí se convertía en régimen de subsistencia. Para él, en un morro impresionable. Pero fuera  hacía tanto frío en aquel rincón de Londres. O en cualquier otro  de la tierra de la Señora de la Gran Bretaña.
Un día, George, y eso que no hacía sol, me sonrió. Tengo proyectos. Voy a  abrir un bar en Chichester. Con buen café italiano. ¿Te vendrías a trabajar conmigo?
Yo no creo en la Virgen de Lourdes, ni en la Andorra, pero juro por mis santos antepasados, que en ese momento, la virgen se me apareció.
¿Qué tenía que perder? Hernán Cortés mucho más que yo.
Pues claro. clarísimo que me voy contigo a Chichester. ¿Eso dónde está? ¿Hay que coger algún barco?
George, la antipatía  social personificada, había depositado toda su confianza asertiva en mí. Y eso no se puede traicionar nunca.
Abrimos el local. El inglés  debía  algo así como ciento cincuenta mil libras y, como no me podía pagar el sueldo, me hizo socio. Tú debes una mitad y yo la otra. Pues eso, como Hernán Cortés, las naves quemadas, tiremos hacia delante.
No teníamos dinero, no entraba nadie en el local. Y todo el alcohol del mundo para desayunar. Así que las fiestas nos las organizábamos nosotros mismos.
Se corrió la fama, entre lo más cosmopolita de Chichester, que éramos gente simpática, muy simpática. En aras a la verdad, hay que decir que nos pasábamos el día achispados. Y con arroz blanco hervido por todo condumio para subsistir.


Pero nuestra fama de gente simpática alcanzó a los más atrevidos. Venían  por  el café  a lo largo de la mañana y repetían a media tarde. Eso sí, como si de contrabando se tratase, a los más habituales los agasajábamos con una copa de vino que teníamos disimulada  en  la  parte  posterior de  la  barra. Cuando la gente se comportaba de una manera amable, nosotros lo éramos mucho más.
El negocio iba viento  en popa, hasta el punto que necesitamos ampliar la tripulación con un grumete y yo me acordé del coreano. No había nacido en Corea, sino en Torrent, como yo. Nos metieron juntos en la guardería y hasta el bachiller. Un coreano que hablaba y maldecía en valenciano. Se llamaba Thao, tenía un hermoso rostro asiático y nunca había estado en Corea. La inmigración. Se vino encantado. Pero los dos no cabíamos en el sofá de George, así que nos buscamos un acomodo muy cerca del bar. No había tiempo que perder.



Mientras limpiábamos y pintábamos el cuchitril que habíamos alquilado al módico precio de... libras mensuales, al inicio del que sería un seco y caluroso verano de cambio climático en Chichester, nos vino George con una historia. La hija de su proveedor de café italiano quería mejorar su inglés y había recurrido a George para que la hospedara y le diera trabajo durante el verano. En casa del flemático inglés se había instalado su novia, tan rancia como él, y no quedaba espacio. Así que nos tocaba a nosotros apechugar con la Monica Belucci. ¿Y dónde la metemos? Le pregunté, sin esperar respuesta, al coreano de Torrent. Pues en el sótano, en un colchón. Sin muebles y sin ventilación.
La chica llegó un miércoles de primeros de julio. Hablaba inglés, pero también español. No se puso a llorar, ni echó a correr cuando vio la estancia. Ni gritó mamma, mamma, vado via a l'Italia!
Parecía simpática y sobre todo llena de sensatez, cosa de la que nosotros dos andábamos muy escasos. Solo tenía dieciocho años. Doce menos que yo.



En el trabajo era eficiente y los clientes habituales empezaban a reconocerla y a mantener conversaciones sobre Italia, con ella. Por las mañanas, en nuestro cuchitril, era la primera en utilizar el cuarto de baño y dejaba un perfume a hierba fresca, recién cortada. Desde la cocina, nos despertaba el olor a café y la música italiana... Una notte a Napoli, con la luna ed  il mare ho incontrato un angelo che non poteva   piú volare. El coreano y yo nos acercábamos en silencio a la cocina y de espaldas la veíamos mover las caderas y la cabeza al son de la música, mientras preparaba el desayuno.
A Thao y a mí se nos caía la baba y se nos subían otras cosas. Tienes que venir a Valencia, por tu forma de ser te encantará y mis padres no dirán nada. Y en calidad de qué voy, me preguntó. Pues como será Navidad, puedes venir en calidad de pavo. La hacía reír constantemente y sabía que así la tenía cada vez más cerca. 
Cuando llegó la Navidad y nos fuimos para Valencia, no hubo necesidad, en la aduana,  de certificar ya ningún pavo.
Llegó enero y la italiana se marchó de Erasmus a Lisboa. Qué hermosa es la Ciudad Blanca y qué bien se ama en algunos sofás. La seguí hasta Madeira, hasta Cabo Verde. Y volví con ella a Trieste, a que terminara sus estudios. Me despedí de George que se pasó el último día llorando y abrazándome. Al coreano lo ascendimos de grumete a contramaestre en una happy hour a la que acudió lo más granado de Chichester.



En Trieste, la ciudad de Claudio Magris, el autor que más ha teorizado sobre Mitteleuropa, yo trabajaba en un restaurante vegetariano mientras ella se graduaba. Mis padres vinieron a conocer a los suyos. Por fin, parecía que el mediano había sentado la cabeza con aquella chica de mirada sensata y atractiva. Pero...
Ahora vivimos en Holanda, en Maastricht, donde se supone que se pactó Europa. La nueva, la de los ciudadanos que se mueven por ella con soltura y convicción. Hemos encontrado trabajo en un restaurante español que se llama La Barraca y mi jefe no responde por  George, sino por  Hans, pero es igual de plano socialmente hablando. Eso sí, no me ha hecho partícipe de la mitad de su deuda.
Mis padres, como siempre, andan preocupados con mi futuro. A mis treinta cinco años, he cotizado poco a la Seguridad Social, sea española o extranjera. Qué será de mi en el futuro se preguntan. Pues igual gano el Premio Planeta con una obra que cuente mis experiencias  de  la  mano de la italiana. O me muero a los cincuenta y no necesito ninguna pensión.
Mientras tanto, ella  camina conmigo codo con codo por el mundo. Y la calma y la serenidad que se reflejan en sus ojos italianos, me empujan a cruzar tormentas.
¿Bailamos? ¡Bailemos!

6 comentarios:

  1. Me ha encantado la historia .gran escritora...gracias María Dolores

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  2. Me encanta María Dolores,

    Ya sabes que siempre disfruto con tu forma de escribir, juntando las letras en una cabalgata de sentimientos, alegres, retozones y exultantes, pues quienes la vean desde fuera y no la compartan, serán quienes tendrán vacía su vida.

    Hace 6 años escribí un pequeño poema en el que traté de expresar esa opinión sobre la Vida y el Baile.

    ¡Hay que bailar!, cada vez al ritmo que la vida nos marque, pero siempre disfrutando y sintiendo cada momento, así que ahora te envío el citado poema, y te deseo un maravilloso y sentido BAILE.


    “BALLANT, BALLANT”

    Cantos Gregorianos.
    ¡Juntad las manos!
    Marcha Militar.
    ¡Todo el mundo a Callar!
    Bolero, Rock o Vals.
    ¡Nada hay que pensar!
    Y mientras, ¡Vivamos!
    “BALLANT, BALLANT”

    © Víctor Iñúrria.-(13-7-2.013)


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  3. Muchas veces el autor@ de los relatos,inconscientemente,nos refleja omitiendo nombres,situaciones y lugares,amañadamente escondidos, sin menoscabo de otras realidades y frustraciones,vividas por el autor otras vidas,o muchas vidas vividas por la autora.Siempre se ha dicho que se sabe más,por lo que no se dice que por lo que se dice.Pero siguiendo sus relatos y con una innata intuición que todos reconocemos podemos montar un puzle de la vida de la autora con tantas piezas para montar y tanta información personal que nos deja a través de sus relatos

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  4. María Dolores, Me gustan las historias que cuentas y como lo haces... Bailemos!

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  5. Luego dicen que en los bares y similares no se aprende nada bueno.

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  6. Maria, tens una vida de novella i contant-la te'ns endús amb tu a viure-la. Gràcies per compartir-la.

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