domingo, 23 de febrero de 2014

UNA CUCARACHA EN EL BOLSILLO

A mí tampoco me gustan las etiquetas. Me lo comentaba hace poco un cliente, profesor en la Universitat Estudi General, psicólogo de formación, que se había dedicado durante una temporada a investigar la sexualidad de los jóvenes y a todo el mundo le había dado por empezar a calificarlo de sexólogo, así que lo dejó estar.
La única etiqueta que admito y en la que me siento cómoda es la de observadora de la vida. Me encanta sentarme en las terrazas y tomarme algo con ella. Con la vida, me refiero. Y de tanto hacerlo vengo observando que de un tiempo a esta parte  se desplaza cada vez más gente con una cucaracha en el bolsillo. Me explico.
¿Se acuerdan ustedes de aquel personaje  tan entrañable que interpretó en el cine Julie Andrews en la película Victor o Victoria? Dirigida por el que fue su marido Blake Edwards, la actriz se calza un papel que se ha convertido en clásico. Una mujer que finge ser un hombre que interpreta a una mujer. Pero antes de ello, Victoria Grant es una desafortunada soprano que se muere de hambre. Al principio de la película se desmaya en la calle al contemplar a un hombre gordo engullir un pastel; cuando se enfrenta a su casero, pasa los dedos por su servilleta que lleva restos de espaguetis. A punto de vender su virtud por un plato de comida, decide finalmente darse un banquete en un restaurante.
Así que guarda en su bolso un cucaracha para soltarla dentro de la ensalada, truco que ha ideado para no pagar la cuenta.
Victoria Grant era un pedazo de artista por descubrir con una gran necesidad y todos entendemos esa cucaracha soltada en el restaurante, después del festín. Nos solidarizamos con ella. Yo también. Aunque no sabemos qué pensaría el dueño del restaurante del zafarrancho que organiza.
Sin embargo, la gente que se pasea ahora por los restaurantes y los hoteles con una cucaracha en el bolsillo, no está famélica, sino que ha descubierto el poder de la información, aunque yo más bien la llamaría desinformación.
La cucaracha simbólica con la que mucha gente aparece en los restaurantes es Internet. Se ha puesto de moda. Tú vas a un restaurante o a un hotel y después de pegarte un festín a lo Victoria Grant, sacas tu cucaracha y amenazas al restaurador con que no estás conforme con nada de lo que se te ha servido y vas a escribir en Tripadvisor, en Verema, en Yahoo o en cualquiera de los miles y miles de foros que existen gastronómicos y hosteleros. Usted no sabe con quién está hablando, se acordará de este día, te suelen decir los más valientes. Los cobardes se despiden con una sonrisa y todavía no han sacado el coche del parking cuando a través del Smartphone ya están poniéndote a caldo.
Y ahora, como en el caso de la buena reputación, ves  tú y demuestra  lo contrario.
 
 
A Fernando le salió mal la jugada. Llevaba meses detrás de la nueva secretaria y al final, un viernes, primero de mes, ella accedió a comer con él en un restaurante junto a la Albufera. La chica lo hizo por compromiso, porque es muy joven y poco ducha todavía en eso de quitarse de encima a los malcasados.
La comida estaba buena y el sitio le gustó, pero no el plan. Así que le dio calabazas. No habría tarde en el hotelito de El Saler. Fernando no soportó el fracaso y se sintió ridículo. ¿Quién pagó el pato? El pulpo a la brasa, duro y reseco; el arroz,  pasado de punto; el vino, mala relación calidad-precio. ¡Ah! Y el dueño del restaurante que tuvo la santa paciencia de no echarles a la calle y de no insinuarle a Fernando, chico déjalo estar, ¿no ves que no hay nada que hacer? De cabeza que se fue Fernando, a escribir en Internet contra el restaurante y verter toda su frustración de machito despechado.
 

JR. López Valls, cliente y sin embargo amigo, me pasa una copia de los Simpson, capítulo V, temporada XXIII, por si a alguien le interesa verla.
En ella los pequeños y su madre descubren su vocación de foolies, palabra que en la serie traducen al español por comileros. Marge y sus hijos crean un blog y se dedican a recorrer restaurantes y escribir sobre ellos. Descubren el poder de su escritura. Sin formación, sin transición entre la hamburguesa y la espuma de caléndulas con jugo de albahaca, consiguen miles de seguidores, que a su vez también abren nuevos blogs. Y por tanto se convierten en una amenaza para los restaurantes que con tal de tenerlos a su favor les invitan constantemente.
Hace unos meses me apunté a un curso de Social Community, para que yo me entienda, cómo aplicar la comunicación de tu empresa a las redes sociales. El primer día de clase, el joven profesor nos puso como ejemplo que apenas tres días antes había ido a cenar con su familia a un restaurante y como no le gustó la hamburguesa que le sirvieron, automáticamente subió una foto del plato a internet, crucificando al restaurante. Bien empezamos, me dije.
 
 
 

Entre las cosas que aprendí en el curso, una de ellas fue que cualquier empresa que se precie, en estos momentos necesita tener un social manager, es decir, alguien que gestione la imagen de la empresa en Internet. Eso está muy bien para las grandes empresas, crea puestos de trabajo y una nueva forma de entender la comunicación con los clientes.
Pero a las pequeñas, donde hay que hacer de todo, nos supone un verdadero quebradero de cabeza. Claro que siempre te dirán que puedes contratar a alguien que se ocupe de ello. La crisis, si algo ha traído de bueno, es que nos ha puesto la imaginación a trabajar. Cada vez que alguien habla mal de tu restaurante, de tu casa de comidas, de tu taberna, tienes que recurrir a tus amigos, clientes militantes y conocidos para que viertan buenos comentarios y tapen al tóxico. De esta forma, los potenciales clientes no verán lo que se vertió con tanta inquina. Hasta la próxima vez que alguien vuelva a hacerte vudú a través de Internet. Y tengas que volver a recurrir a los amigos.
Como a mí no me gusta molestar por nimiedades y mucho menos perder a mis amigos, he recurrido a la literatura para ingeniar un método que yo lo llamo a lo Pessoa.
El gran escritor y poeta portugués desdobló su personalidad hasta en setenta y dos conocidas como heterónimos y acabó convirtiéndose en una figura enigmática, aunque su apariencia era más bien pacata. Pessoa en portugués significa persona, pero también nadie. Al haber creado tantas personalidades, no tenía un yo definido.
Bueno, pues mi método a lo Pessoa, consiste en lo siguiente: Abriré un ingente número de cuentas de correo en google, cada una con nombre propio, estado civil, personalidad remarcada, hombres y mujeres. Cada vez que a alguien se le ocurra hablar mal de mi empresa en Internet, yo recurriré a alguna de mis cuentas heterónimas y contraatacaré. Además mis cuentas se irán conociendo entre ellas, se recomendarán lugares y sitios con encanto y hasta puede que coincidan alguna noche en el mismo restaurante en que se conocieron, se enamoren y no vuelvan nunca a separarse. Mis cuentas celebrarán bautizos, bodas, comuniones, festejarán San Valentín, el día de la madre, el 9 de octubre.
Se convertirán en expertos gastronómicos. En conclusión, mis cuentas triunfarán en el mundo virtual, aunque nunca puedan conocer la realidad más cotidiana.
Claro que con tanto trabajo de ingeniería literaria y virtual, no sé cuándo voy a tener tiempo de dedicarme a lo realmente importante, es decir, a mejorar la calidad y el servicio de mi establecimiento.
Salve y ustedes lo pasen bien.

2 comentarios:

  1. Una cuenta heterónima! Qué gran idea...
    Baixauli, eres una genio de las redes sociales.

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  2. A qué sí? Aplica lo que te gusta, a lo que te puede ser útil.

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