"que comieron fuego en hoteles de pinturas o bebieron
trementina en Paradise Alley, muerte, o sometieron
sus torsos a un purgatorio noche tras noche".
Aullido
Allen Ginsberg
El remero no quiso cruzar el Atlántico conmigo. Dijo que tres seríamos multitud y prefería que nos encontráramos en el Village. Sabía que, de todos los barrios que tiene Nueva York, era el único en el que se avendría a que nos citáramos. El remero no cuenta muchas cosas,Never explain, never complain . Quizás porque está a vueltas de ciertos asuntos, sobre todo en cuestiones de amor, o tal vez porque durante meses le resulté patética, tirada en mi sofá, unida a él por el watshapp. El remero tuvo paciencia infinita conmigo durante todo ese tiempo que ya pasó.
Será por eso que me citó en el Village, sin día, ni hora. Quería cobrarse el trabajo dedicado a mi desvarío.
Supe esta madrugada que la cita era hoy, entre otras cosas porque llevaba varios días en silencio. Cogí la línea cinco y solo tardé un par de horas en aclararme, pero llegué.
En Washington Square, los viejos jugadores enseñaban a los jóvenes, como si estuvieran rodando Buscando a Bobby Fisher. Pero ni rastro del remero.
Como si de un mantra se tratara, me recité el nombre de todos aquellos que pisaron esas calles en busca de los sonidos del silencio, de la generación beat. Me canté My baby don't cares for me y creí ver a Nina Simone en un paso de peatones. Pero el remero no apareció.
Imploré a San Jimi Hendrix, me acordé de Bob Dylan, pregunté por Willem Defoe y me detuve en la posada Stone Well, de la calle Cristopher, a pesar de que estaba segura de que por allí no lo encontraría. Hacia el este, por la Avenida Broadway, caminé cinco horas hasta llegar a la Quinta, y después a la Cuarenta y dos West. Cogí el metro y regresé a Sterling Street.
Estaba segura de que el remero no me había tomado el pelo haciéndome buscarlo en balde.
Y entonces, comprendí... La próxima vez que venga a Nueva York, siempre, me quedaré en el Village.
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