Uno de los aspectos más apasionantes del caos es su espíritu aventurero. Ignoramos con quién toparemos y a dónde nos llevará la corriente. Los cruces donde se trastoca el rumbo aparecen cuando menos se esperan y nos ofrecen senderos intransitados. Lo desconocido atrae y amilana. La típica antítesis del caos.
Caos, virus, calma Núria Perpinyà
En la novela de Graham Greene Nuestro hombre en La Habana, el protagonista James Wormold, británico de cuarenta y cinco años, vendedor de aspiradoras, abandonado por su mujer que se marcha con un norteamericano, padre de una adolescente, acaba siendo reclutado por el servicio secreto británico. En un momento de la obra, Wormold para evitar al alemán doctor Hasselbacher, entra en el Sloppy Joe’s,un lugar de reunión de turistas.
El Sloppy Joe’s es un lugar mítico de La Habana reabierto desde el 2013, después de permanecer cerrado durante cuarenta y ocho años, en las esquina entra la calle de Las Ánimas y Zulueta, en Habana Vieja, por él pasaron Frank Sinatra, Hemingway, Ava Gardner, Nat King Cole, John Wayne y tantos otros… Pero como todos los lugares míticos tiene su propio inicio, en este caso, en la segunda década del siglo XX, un gallego nacido en Ares, Coruña, llamado José Abeal, llegó a Cuba previo paso por Florida. Allí aprendió el mundo de la coctelería y la importancia y la figura de los barmans en la época. Una vez instalado en La Habana, decide invertir sus ahorros en un lugar que, aunque bastante destruido, tenía una excelente ubicación. Corrían los años de la Ley Seca, en EE.UU,, que duraría hasta 1933 y el turismo de alcohol y juego se incrementaba en Cuba.
Llegó a tener la barra más larga que hasta hoy se conoce en Cuba. Pura caoba negra; una excelente y codiciada madera cubana convertida en dieciocho metros de mostrador.
Sloppy significa desordenado, desaliñado y también hay una leyenda en torno al nombre de este bar que inventó, entre otros, el sándwich que lleva su nombre. Pero esa leyenda la dejaremos para otro día. Porque al principio se llamó La Victoria y era una mezcla de ultramarinos, bar y restaurante.
Pues bien, justo al lado del Sloppy se encuentra la residencia de la embajada griega y el piso de Miguel Ángel Jiménez, en cuyo enorme salón, a las a las cinco de la madrugada, hora local, les escribo. El resto de componentes de esta residencia duerme, incluido Manuel, mi nieto, que en eso ha salido a su madre. Primero no quiere ir a nuevos lugares y después no quiere volver de ellos.
La relación entre Miguel Ángel y yo es muy peculiar. Llegó a La Matandeta con dieciséis años, estudiaba cocina en San Vicente Ferrer. Yo había estado unos días antes pegando carteles por los pasillos de la escuela solicitando un pinche de cocina que me ayudara en el restaurante. Por si no lo saben, pasé doce años de mi vida dirigiendo la cocina de mi restaurante, sin ser cocinera. En esta vida, las hay de atrevidas para todo.
Tan como yo pegaba los carteles, Miguel Ángel los fue quitando para que nadie le birlara el puesto. Apareció con su recién estrenada motocicleta y lo recibieron mi padre y su perro Willie. Él cuenta que tuvo la sensación de que aquel lugar lo estaba esperando
Fueron cinco años. Después siguió su camino, no sin antes echar pestes de mí y prometerse que no me volvería a ver en la vida. Nos reencontramos cinco o seis años después, él flamante propietario de un local cerca de la avenida Aragón, llamado xxxxxxx, compartimos una semana de congreso de Gastronomía en Donostia, junto a mi amigo Joan Roig, le vendí una termomix que no me pagó, supongo que en venganza a todos los sufrimientos que yo le había inflingido y le perdí la pista nuevamente durante quince años hasta que ….
Era una madrugada, durante la cuarentena que nos mantuvo encerrados algo más de tres meses, en la que yo no podía dormir. Repasando las entradas de mi blog, me dí de bruces con una carta suya escrita desde La Habana. Me contaba lo sucedido en su vida durante todo ese lapsus de tiempo en que no supimos nada el uno del otro. Y me hablaba de lo que había supuesto en su vida La Matandeta, mi familia y yo misma. Me contaba que llevaba diez años trabajando en Cuba, confinada también en aquellos momentos y que, en cuento pudiera visitaría a sus padres y después a mí.
Lo demás quedó estampado en una entrada de mi blog titulada Cartas de La Habana. La vida es extraña, muy estraña. Los momentos no llegan cuando uno desea sino cuando ellos deciden. Y aquí me tienen, sentada en el salón de la residencia de Miguel Angel Jiménez, flamante chef ejecutivo del hotel cinco estrellas de La Habana Parque Central, para muchos, el mejor hotel de la ciudad, con ochenta y seis personas a su cargo. Sentada, con un ventilador, y un ordenador, sin internet, total porque un día, hace muchos años, se me ocurrió pegar carteles en la escuela profesional de La Torre y un chaval avispado de dieciséis años los fue arrancando para que nadie le quitara su destino.
Es extraña la vida. Justo la noche anterior de emprender este viaje se me murió el iPhone y se me rompió en mil añicos un vaso por la mañana.
Me compré uno nuevo en el aeropuerto madrileño, sin saber que como es americano en Cuba es imposible configurarlo. Todavía no sé cómo podré enviar mis crónicas a mis seguidores, pero algún modo habrá de que compartan conmigo este viaje.
Es extraña la vida. Suceden causas que no tienen nada que ver con los hechos que vendrán después, pero son necesarias para que aquellos acontezcan. Cada vez más creo en la teoría de las sincronicidades de Carl Jung. Es cierto que una mariposa mueve las alas en Tokio y baja la bolsa de Nueva York.
Que tengan un feliz día. Ustedes que están a punto de alcanzar el mediodía. Aquí vamos por las seis de la mañana y todavía no amanece.
Salve y ustedes lo pasen bien.
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