Rien ne développe l'intel.ligence comme les voyages
Emile Zola.
Mohamed solo habla árabe e inglés. Un inglés perfecto con un bonito acento británico. Cuando le pregunto en francés por qué no se expresa en la lengua del antiguo colonizador me responde que a fuerza de estudiar en el extranjero y dirigirse en esa lengua a los visitantes de Lixus, prácticamente la tiene en desuso. Su abuelo trabajó con el primer arqueólogo español que llegó a la antigua almadraba fenicia. Su padre lo hizo con el arqueólogo francés que le continuó. El y su hermano lo hacen con arqueólogos marroquíes. En Lixus, los fenicicios secaron los atunes que llegaban del Atlántico a través de la desembocadura del Oued Loukous, los romanos preparaban garum. Lixus fue encontrado en 1911. Cuenta con un anfiteatro circular, uno de los pocos que existen en el mundo, las ruinas de un templo romano, de una mezquita que mira a la Meca y a los meandros del río. Con los restos de una villa romana que mira al mar. El arquitecto, que debe haber visitado este lugar unas treinta y cinco veces prefiere quedarse sentado a la entrada hablando con los operarios que andan muy ajetreados. Mañana llega el ministro marroquí de Cultura. Nosotros recorremos el recinto con Mohamed, que está enamorado de su trabajo. Y al fondo, el mar, las naves fenicias, los griegos, los romanos...
En el puerto de Larache, los pescadores venden el género recién descargado de las barcazas. Hay pargos fresquísimos, atunes, muchas sardinas y un pequeño tiburón. Es un puerto tranquilo, de pequeñas embarcaciones y también algunos barcos de altura. Se come bien en los chiringuitos de en frente. Pero no sirven vino. Así que el arquitecto, que también es viejo en estas lides, pide una botella de litro de Coca-Cola y la trabuca con la de vino que lleva escondida en su chaleco. Manuel y yo nos partimos de la risa. Y el niño aprende que después de eructar los árabes dicen Jabdulila!
En el puerto de Larache, los pescadores venden el género recién descargado de las barcazas. Hay pargos fresquísimos, atunes, muchas sardinas y un pequeño tiburón. Es un puerto tranquilo, de pequeñas embarcaciones y también algunos barcos de altura. Se come bien en los chiringuitos de en frente. Pero no sirven vino. Así que el arquitecto, que también es viejo en estas lides, pide una botella de litro de Coca-Cola y la trabuca con la de vino que lleva escondida en su chaleco. Manuel y yo nos partimos de la risa. Y el niño aprende que después de eructar los árabes dicen Jabdulila!
Larache es decadente, con tanto sabor colonial que parece sacada de una película de entre guerras. Como si esperara que de un momento a otro volvieran a aparecer los españoles a instalarse.
A diferencia de otras ciudades como Marsella, Nápoles o Casablanca, una no tiene la sensación de estar de paso, sino de haber llegado para que algo le suceda. En el Café Hispano-Marroquí, las fotos de Omar Shariff penden de todas las paredes y cuando pregunto a los camareros por qué, no saben qué responderme. El arquitecto ha conocido a unas mexicanas que están instaladas en la terraza junto a una española y dos marroquíes. La más mayor afirma que se trata del mayor actor marroquí de todos los tiempos. Pero si era armenio...
Al Hotel España, que tenemos en frente debió llegar hace muchos años un estudiante que huía de la guerra civil española. Había perdido todos sus libros de poesía y un pasaje para escapar a América. No quedaban habitaciones, pero se le cruzó en la entrada un limpiabotas cordobés, con pinta de gitano resabiado. En seguida y de un solo gesto, entendieron sus respectivas tragedias...
Llegamos a Rabat cuando ya han cerrado el museo de Mohamed V, ese gran homenaje a su memoria, el primer rey marroquí tras la independencia, que le dedicó su hijo, Hassan II.
Pero paseamos entre la gente, nos hacemos fotos, contemplamos la torre Hassan y Manuel juega al fútbol por segunda vez en dos días con los niños marroquíes. La infancia no entiende de lenguas ni nacionalidades. Deambulamos por la Kashba de los Oudeyas y contemplamos desde sus terrazas el océano Atlántico. Es ya de noche cuando llegamos a El Jadida.
A diferencia de otras ciudades como Marsella, Nápoles o Casablanca, una no tiene la sensación de estar de paso, sino de haber llegado para que algo le suceda. En el Café Hispano-Marroquí, las fotos de Omar Shariff penden de todas las paredes y cuando pregunto a los camareros por qué, no saben qué responderme. El arquitecto ha conocido a unas mexicanas que están instaladas en la terraza junto a una española y dos marroquíes. La más mayor afirma que se trata del mayor actor marroquí de todos los tiempos. Pero si era armenio...
Al Hotel España, que tenemos en frente debió llegar hace muchos años un estudiante que huía de la guerra civil española. Había perdido todos sus libros de poesía y un pasaje para escapar a América. No quedaban habitaciones, pero se le cruzó en la entrada un limpiabotas cordobés, con pinta de gitano resabiado. En seguida y de un solo gesto, entendieron sus respectivas tragedias...
Llegamos a Rabat cuando ya han cerrado el museo de Mohamed V, ese gran homenaje a su memoria, el primer rey marroquí tras la independencia, que le dedicó su hijo, Hassan II.
Pero paseamos entre la gente, nos hacemos fotos, contemplamos la torre Hassan y Manuel juega al fútbol por segunda vez en dos días con los niños marroquíes. La infancia no entiende de lenguas ni nacionalidades. Deambulamos por la Kashba de los Oudeyas y contemplamos desde sus terrazas el océano Atlántico. Es ya de noche cuando llegamos a El Jadida.
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