Vinieron Xavier Marí y Javier Espinosa con una amiga para que organizáramos una jornada de marcha nórdica por la marjal. Como ellos se definen, son dos obreros de este deporte. Entre nota y nota, Espinosa y yo empezamos a desgranar los muchos amigos que tenemos en común. Y es que al final de tantos años, el mundo es un pañuelo a poco que te hayas movido por él.
Espinosa me regaló dos historias. La de Kapingamarangi, que dejo para otro día, provocada porque hablamos de islas y de territorios de ultramar y, dado que se coló de refilón en mi watshap una foto del Sirocco y de su capitán Toni Nieto y de que ambos somos amigos de parte de la tripulación que en esos momentos surcaba las aguas de Baleares, pues Espinosa me contó la historia del primer campo de concentración que existió en el mundo y de que fue español.
En tiempos de Napoleón, el ejército francés entró en España como el que entra en la cocina del vecino a coger un poco de perejil. Con la excusa de que iban a invadir Portugal, el rey los dejó pasar, me imagino que a cambio de una gran suma de dinero. Y la familia real fue llevada a Fontenaibleau. No nos vamos a enzarzar en los pormenores del levantamiento del dos de mayo de 1808, sino en la batalla de Bailén, primera derrota del ejército francés en campo abierto, comandado por el general Dupont, frente a las tropas del general Castaños. Hasta dieciocho mil soldados franceses se rindieron. Tras la batalla, las capitulaciones de Andújar en las que se estableció que los franceses abandonarían Andalucía y entregarían sus armas, mientras las autoridades españolas se comprometían a garantizar la vida de los heridos hasta que fueran repatriados. La realidad fue que España no contaba con barcos suficientes para realizar este transporte y pidió ayuda a Gran Bretaña. Esta aceptó y se inició el traslado por toda Andalucía hasta Sanlúcar de Barrameda, padeciendo por la mala alimentación y la disentería.
Llegado a este punto, el gobernador militar de Cádiz decidió deshacerse de ellos. Y se empezó a esfumar la ilusión de que fueran canjeados por españoles.
Tras varios meses, una parte de los barcos recaló en las Canarias y el resto, unos diez mil prisioneros en Mallorca. Pero no fue posible atracar las embarcaciones ante las protestas y tuvieron que desembarcar en la isla de Cabrera.
Llegado a este punto, el gobernador militar de Cádiz decidió deshacerse de ellos. Y se empezó a esfumar la ilusión de que fueran canjeados por españoles.
Tras varios meses, una parte de los barcos recaló en las Canarias y el resto, unos diez mil prisioneros en Mallorca. Pero no fue posible atracar las embarcaciones ante las protestas y tuvieron que desembarcar en la isla de Cabrera.
Tras un año de travesía, los prisioneros franceses acabaron en aquella pequeña isla. También hay que entender el rechazo español ante las tropelías que habían cometido los invasores.
Cabrera se convirtió en una prisión natural durante cinco años, donde se hacinaron los soldados franceses sin recursos y en condiciones infrahumanas. Unas pocas cabras salvajes y un pequeño manantial. En el inicio del cautiverio, las autoridades enviaron víveres cada cuatro días que eran insuficientes: sacos de habas, mendrugos de pan. El hambre comenzó a hacer estragos y cuantos más muertos habían, más prisioneros se enviaban de otras zonas de España. Los oficiales franceses intentaron organizarse en la isla que produjeron algunas mejoras, pero la vida en Cabrera continuó siendo un infierno. La violencia, el caos, los suicidios, los intentos de fuga y las enfermedades estaban al orden del día. Los cuerpos de los muertos se amontonaban en el suelo. No había útiles para enterrarlos. Al final decidieron quemarlos. Semanalmente se formaba una gran hoguera.
Muchos soldados intentaron fugarse. A nado o arremetiendo contra alguna de las barquitas que llegaban con provisiones. Solo unos pocos tuvieron éxito. Hubo represalias por parte de la autoridad española, dejando de enviar víveres. Los supervivientes tragaron con todo. Insectos, largartijas y cualquiera cosa susceptible de echarse a la boca. Se practicó el canibalismo. El hambre pudo con cualquier rasgo de humanidad. Hasta perder la cabeza. He leído en Internet que las fuentes que hablan de la práctica del canibalismo, cuentan que primero se comían los cadáveres que yacían en el suelo, pero tiempo después se pasó al asesinato para poder disponer de carne, aunque fuera la de sus camaradas. Ante tal situación, las autoridades decidieron aumentar las raciones y el agua potable que eran enviados, así como evacuar a los enfermos más graves. Eso fue el origen de que muchos franceses se autolesionasen.
El 17 de abril de 1814, ellos estaban allí desde 1809, terminaba la Guerra de la Independencia y un mes más tarde los prisioneros de Cabrera quedaban en libertad. Imagínense lo que restaba allí.
Esta pasada noche apenas he podido dormir. Me he despertado sobresaltada por un extraño sueño en el que aparecían unicornios alados, seres mitológicos y todos sucedía en un teatro por el que volaban y yo estaba sentada en un palco. Quizás sea `porque anoche volví a ver Las brujas de Zugarramundi.
De pronto ha venido a mi mente una portada de libro, Cabrera y su autor, Jesús Fernández Sántos. Y de que lo leí a principios de los años ochenta. Y de que el autor, a través de un personaje, narra todos estos hechos.
Pero también me he acordado de aquel viaje de septiembre, con el Sirocco, hace doce años. De la llegada al puerto de Cabrera y de las praderas extensas de posidonia. De cómo se veían tras unas aguas translúcidas. Del paseo que dimos, del rato sentados en aquella terracita del único bar...
En realidad, hoy quería hablarles de marcha nórdica. Pero la historia de Javier Espinosa pudo más conmigo.
Que tengan una feliz rentrée.
Cabrera se convirtió en una prisión natural durante cinco años, donde se hacinaron los soldados franceses sin recursos y en condiciones infrahumanas. Unas pocas cabras salvajes y un pequeño manantial. En el inicio del cautiverio, las autoridades enviaron víveres cada cuatro días que eran insuficientes: sacos de habas, mendrugos de pan. El hambre comenzó a hacer estragos y cuantos más muertos habían, más prisioneros se enviaban de otras zonas de España. Los oficiales franceses intentaron organizarse en la isla que produjeron algunas mejoras, pero la vida en Cabrera continuó siendo un infierno. La violencia, el caos, los suicidios, los intentos de fuga y las enfermedades estaban al orden del día. Los cuerpos de los muertos se amontonaban en el suelo. No había útiles para enterrarlos. Al final decidieron quemarlos. Semanalmente se formaba una gran hoguera.
Muchos soldados intentaron fugarse. A nado o arremetiendo contra alguna de las barquitas que llegaban con provisiones. Solo unos pocos tuvieron éxito. Hubo represalias por parte de la autoridad española, dejando de enviar víveres. Los supervivientes tragaron con todo. Insectos, largartijas y cualquiera cosa susceptible de echarse a la boca. Se practicó el canibalismo. El hambre pudo con cualquier rasgo de humanidad. Hasta perder la cabeza. He leído en Internet que las fuentes que hablan de la práctica del canibalismo, cuentan que primero se comían los cadáveres que yacían en el suelo, pero tiempo después se pasó al asesinato para poder disponer de carne, aunque fuera la de sus camaradas. Ante tal situación, las autoridades decidieron aumentar las raciones y el agua potable que eran enviados, así como evacuar a los enfermos más graves. Eso fue el origen de que muchos franceses se autolesionasen.
El 17 de abril de 1814, ellos estaban allí desde 1809, terminaba la Guerra de la Independencia y un mes más tarde los prisioneros de Cabrera quedaban en libertad. Imagínense lo que restaba allí.
Esta pasada noche apenas he podido dormir. Me he despertado sobresaltada por un extraño sueño en el que aparecían unicornios alados, seres mitológicos y todos sucedía en un teatro por el que volaban y yo estaba sentada en un palco. Quizás sea `porque anoche volví a ver Las brujas de Zugarramundi.
De pronto ha venido a mi mente una portada de libro, Cabrera y su autor, Jesús Fernández Sántos. Y de que lo leí a principios de los años ochenta. Y de que el autor, a través de un personaje, narra todos estos hechos.
Pero también me he acordado de aquel viaje de septiembre, con el Sirocco, hace doce años. De la llegada al puerto de Cabrera y de las praderas extensas de posidonia. De cómo se veían tras unas aguas translúcidas. Del paseo que dimos, del rato sentados en aquella terracita del único bar...
En realidad, hoy quería hablarles de marcha nórdica. Pero la historia de Javier Espinosa pudo más conmigo.
Que tengan una feliz rentrée.
La próxima vez que vengan de vacaciones y no les pasará eso.
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