Buena verdad es que ni la juventud
sabe lo que puede,
ni la vejez puede lo que sabe.
La caverna
José Saramago
Domingo de Pascua. He hablado con Mirta, los niños están bien y Juan, su marido, en el Clínico trabajando. Hace días que no lo ve. Quizás semanas. Yo sé que no me cuenta toda la verdad para que no me preocupe y me insiste en que vaya al mercado de Russafa, que me alimente bien y que, al menos camine hasta allí. Ida y vuelta. Que con la azotea no es suficiente. Yo no soy persona de alto riesgo. Bueno, soy hipertensa, pero estoy fuerte. Setenta y tres años bien llevados. Siempre me he cuidado. Me encanta bailar. Lo hago todos los días. Ya estoy aquí otra vez. Sentada en mi hamaca fosfo contemplando el paisaje de las azoteas y de los vecinos que se asoman a ellas.
El caballero del panamá hoy me ha preguntado qué tal me encuentro, cómo lo llevo. Bien, bien. Cuando todo termine quedaremos para tomar café o lo que sea. Me ha propuesto. He sonreído y asentido con la cabeza.
La chica del ático se llama Mónica y su marido, porque es su marido, Pascual. Es muy agradable. Me ha contado que se casaron hace un año y querían tener pronto niños. Pero que con el panorama actual, mejor van a esperar.
Me gusta la novela de Saramago. Muy apropiada para el momento que vivimos. Un alfarero, cuyo mundo se extingue, un centro comercial que crece y amplifica nuevas formas de vida. Y una conclusión: No cambiaremos de vida si no cambiamos la vida.
Ayer íbamos a hablar de Gabriel. Qué mal lo hice. Todavía no me he perdonado. Cuando terminara aquel primer curso, nos casábamos por poderes en otoño y yo me iría a vivir con él a Bogotá. Gabriel preparaba su tesis doctoral con el hermano del Dr. Barraquer. Yo escribiría mi tesina, dirigida por D. Joan Retglà, sobre Desarrollo en América Latina. Pero llegó el mes de abril y aquellas meriendas, los guateques en casa de tus amigos y tus amigas que me dicen que has roto con tu novia, que bebes los vientos por mí. Y yo, como siempre, sin enterarme de nada.
Quince de mayo, mi cumpleaños y un gran ramo de camelias que me trajiste. Como para que siguiera sin enterarme de nada.
Esa misma tarde, la de mi cumpleaños, Gabriel me llamaba desde Colombia para ultimar detalles de la boda. Y yo, balbuceando va y le digo que no estoy segura, que no sé si estoy preparada para casarme, para irme tan lejos... Había que esperar, no me atrevía a afrontar la verdad de que cada vez estaba más cerca del abismo. Que mejor lo dejábamos todo en suspenso y ya veríamos.
En agosto, me saqué un billete en el SEU para irme a Londres con Ana Rubio, amiga y periodista. Nos buscamos una residencia de estudiantes. Así que te enteras y me sueltas que tú también tienes billete para el mismo vuelo, que vas a ver a tu hermano Juan, militante del PCE y exiliado.
Al llegar a Heathrow diluviaba y tu hermano nos invitó a quedarnos en su piso,sito en una callejuela a pocos metros de Oxford Street, muy cerca de Marble Arch. Todo el mes de agosto te llevamos detrás, te llevé detrás de mí. A Cambridge, a Oxford. Cómo nos reímos y cómo discutíamos de todo y por todo.
Dejé de escribir a Gabriel. Y cuando llegó la Navidad le dije a mi madre que en abril me casaba con un chico que ella no conocía de nada.
Fue el arrebato, como dicen los amigos de entonces que desde que te fuiste no han dejado de acompañarme, de visitarme, de revivir.
Nunca le dije a Gabriel que me casaba con otro. Al cabo de veinte años, volví a tener problemas de visión. Necesitaba una medicina que no se encontraba en España y le pregunté si me la podía conseguir. Me contestó con una carta muy escueta indicándome dónde la podía conseguir. Tiempo después supe que tardó mucho en casarse. Diez o doce años. Tuvo hijos y una niña se le murió con doce años. Le escribí dándole mi pésame. Me contestó con cariño y yo entendí que me había perdonado.
El verano pasado, fui a Murcia al entierro de mi tía Blanca. Llegué tarde a la iglesia, con el funeral iniciado y mira por dónde me senté a su lado. A la salida, hablamos un momento y tomamos algo en una pastelería cercana. Al día siguiente me envió unos pasteles de carne, típicos de la ciudad, que me gustan mucho. Con una nota y una frase de una canción popular colombiana que habla del amor verdadero que ni se aleja, ni se olvida.
Gabriel es muy conservador, muy religioso y está felizmente casado. Pero es curiosa la vida y los cruces que nos va dando. A él y a Barraquer les debo haber disfrutado durante tantos años del la visión del mundo. Bueno, lo importante es que con el tiempo, me ha perdonado.
Quince de mayo, mi cumpleaños y un gran ramo de camelias que me trajiste. Como para que siguiera sin enterarme de nada.
Esa misma tarde, la de mi cumpleaños, Gabriel me llamaba desde Colombia para ultimar detalles de la boda. Y yo, balbuceando va y le digo que no estoy segura, que no sé si estoy preparada para casarme, para irme tan lejos... Había que esperar, no me atrevía a afrontar la verdad de que cada vez estaba más cerca del abismo. Que mejor lo dejábamos todo en suspenso y ya veríamos.
En agosto, me saqué un billete en el SEU para irme a Londres con Ana Rubio, amiga y periodista. Nos buscamos una residencia de estudiantes. Así que te enteras y me sueltas que tú también tienes billete para el mismo vuelo, que vas a ver a tu hermano Juan, militante del PCE y exiliado.
Al llegar a Heathrow diluviaba y tu hermano nos invitó a quedarnos en su piso,sito en una callejuela a pocos metros de Oxford Street, muy cerca de Marble Arch. Todo el mes de agosto te llevamos detrás, te llevé detrás de mí. A Cambridge, a Oxford. Cómo nos reímos y cómo discutíamos de todo y por todo.
Dejé de escribir a Gabriel. Y cuando llegó la Navidad le dije a mi madre que en abril me casaba con un chico que ella no conocía de nada.
Fue el arrebato, como dicen los amigos de entonces que desde que te fuiste no han dejado de acompañarme, de visitarme, de revivir.
Nunca le dije a Gabriel que me casaba con otro. Al cabo de veinte años, volví a tener problemas de visión. Necesitaba una medicina que no se encontraba en España y le pregunté si me la podía conseguir. Me contestó con una carta muy escueta indicándome dónde la podía conseguir. Tiempo después supe que tardó mucho en casarse. Diez o doce años. Tuvo hijos y una niña se le murió con doce años. Le escribí dándole mi pésame. Me contestó con cariño y yo entendí que me había perdonado.
El verano pasado, fui a Murcia al entierro de mi tía Blanca. Llegué tarde a la iglesia, con el funeral iniciado y mira por dónde me senté a su lado. A la salida, hablamos un momento y tomamos algo en una pastelería cercana. Al día siguiente me envió unos pasteles de carne, típicos de la ciudad, que me gustan mucho. Con una nota y una frase de una canción popular colombiana que habla del amor verdadero que ni se aleja, ni se olvida.
Gabriel es muy conservador, muy religioso y está felizmente casado. Pero es curiosa la vida y los cruces que nos va dando. A él y a Barraquer les debo haber disfrutado durante tantos años del la visión del mundo. Bueno, lo importante es que con el tiempo, me ha perdonado.
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