Si alguna vez la vida te maltrata,
acuérdate de mí,
que no puede cansarse de esperar,
aquel que no se cansa de mirarte.
Luis García Montero
Hubo luna llena esta noche. La primera luna llena después del equinoccio de primavera. Semana Santa. A estas horas, ya estaríamos instalados en nuestro chaletito de Xabia, junto a la playa del Segon Muntanyar, hacia el sur de la playa del Arenal.
Una playa espaciosa y abierta por cuyas escaleras tú habrías bajado al amanecer para echar unas brazadas, mientras yo preparaba el desayuno para tomarlo en la terraza.
Esta luna llena de abril me recordaba a la de Xabia, columpiándose entre los pinos. A las dos de la madrugada subí a la azotea. No se veían muchas luces encendidas. Nadie estudia, nadie está insomne. No me puedo columpiar en las historias que las lucecitas encendidas en los pisos me sugieren. Así que lo haré en la nuestra. En cómo se fraguó nuestra historia de amor y vida ...
Gabriel era murciano, como yo. Nos habíamos conocido en casa de mi tía Blanca, ¿la recuerdas? Tan frágil, tan menuda y tan parecida a su nombre. Celebrábamos su cuarenta cumpleaños y ella había invitado, además de la familia más allegada, a sus amistades del barrio. Entre ellas, Gabriel, sus padres y sus hermanos. Fue un flechazo. Enseguida nos hicimos novios. Yo tenía dieciocho años. No fue solo mi primer amor, sino el hombre con el que descubrí el sexo. La pasión que mi cuerpo era capaz de dar y recibir.
El primo murciano, como lo empezó a calificar mi familia, había terminado Medicina y empezaba la especialidad de Oftalmología. Era un médico de vocación. Consiguió una beca para estudiar en Colombia un año y después tenía previsto instalarse allí, seguir estudiando. Cuatro años después de conocernos, habíamos planeado que nos casaríamos por poderes y yo me iría con él. En Bogotá estaría nuestro primer hogar. Yo lo adoraba. Pero además, sucedió aquello...
Gabriel había descubierto en mi cuarto año de carrera la enfermedad que padecían mis ojos: un glaucoma cortisónico elevadísimo, en los dos ojos, que me hubiera dejado ciega en menos de un año.
Cuatro operaciones seguidas en la Clínica Barraquer. Estuve allí tanto tiempo que me hice muy amiga del doctor Barraquer. Era la más joven de sus pacientes. Lo mío fue un caso muy importante y él lo explicaba a sus alumnos y colegas. D. Joaquín me invitó una noche a cenar a su casa y escuchamos una sinfonía de Dvorak. La del Nuevo Mundo. Consiguió frenar mi enfermedad su valía y el gran esfuerzo económico que llevaron a cabo mis padres.
Pero terminé la carrera. Y a pesar de nuestros planes en común, fuí a trabajar a Cheste aquel curso, que cambiaría también el curso de mi vida porque llegó el arrebato.
Sí, el arrebato que fue conocerte. Hoy estoy cansada, he trasnochado demasiado. Ya hablamos en otro momento.
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