El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio ... En el jardín descanso de las fatigas de la vida.
Loa a la tierra. Un viaje al jardin Byung-Chul Han
- ¿Cuál es el mejor momento para plantar un árbol? - Hace veinte años. - ¿Y el segundo mejor momento? - Ahora... Proverbio chino
Esta pasada primavera recuperé mi inveterada afición a la jardinería y a las plantas. Durante mucho tiempo la tuve abandonada, abstraída como estaba en otros menesteres. Decía Saramago que los momentos no llegan nunca tarde o pronto, llegan a su hora, no a la nuestra, no tenemos que agradecerles las coincidencias, cuando ocurran, entre lo que ellos proponían y lo que nosotros necesitábamos. La jardinería regresó a mi vida, justo en el momento en que necesitaba despejar mi mente, vaciarla de telarañas y malos rollos. Ciertas actividades ejercen en mi el mismo efecto que la meditación. Caminar, trabajar en el jardín. Nadar. Habrá deporte más aburrido que hacer largos en una piscina. Pues a mí me relaja, es donde mejor medito.
Después de un invierno plagado de cierres hosteleros y pesadillas víricas, ir al vivero, estar al aire libre, cavar la tierra, levantarme al amanecer para regar, abonar y llenar los rincones de La Matandeta con dimorfotecas, portulacas, murcianas, marialuisas, margaritas, rosales y ruda, mucha ruda. Planta la ruda como si te la regalaran, me advirtió Isabel Castaño, que lleva muchos años trabajando en viveros.
La ruda es conocida por su capacidad de limpiar la energía, para ahuyentar maleficios, envidias, celos y una clase variada de brujerías. Yo no me lo creo. Pero por si acaso, llené las jardineras de ruda. Y las rudas se llenaron de orugas.
El biólogo Ramón Dolç me explicó que se trataba de orugas de Papilio machaon. La macaón es una de las especies de mariposas diurnas de Europa más vistosas. Sus alas son de color negro y amarillo. Así que después las orugas se convirtieron en unas llamativas mariposas que revolotearon durante el verano por el jardín.
Rubén y Helena limpiaron una parte del zócalo de la terraza porchada. Y de pronto rebrotó el Don Diego, cuyas semillas han permanecido varias primaveras enterradas. Tal fuerza tenían que una de las plantas atravesó el tubo de madera y allí se ha quedado todo el verano. Al Don Diego, mi amiga Rosa Vila lo llama Don Pedro y Helena, Don Julián. Vamos que con el don se ha quedado.
El rincón de la buganvilla del parking estaba completamente perdido y abandonado. Ahmed quitó toda la mala hierba y yo podé la planta, semimuerta y planté dimorfotecas. Las bolsas de plástico y los cantos rodados hicieron el resto hasta dejar este rincón que aquí les muestro.
Me apliqué con ganas a plantar cóleos. Sus hojas luminosas se apoderaron del recipiente en que las metí. Recuperé vasijas rotas, perejileras y les di una segunda oportunidad. De ellas surgieron murcianas multicolores. Colgué macetas y la terraza de la pérgola pareció emular un patio andaluz en mitad de la Marjal. Un antiguo lavadero que nos regalaron Inma y Dani, de
El Raconet de Cheste, se convirtió en señorial jardinera. Dos moreras con los nombres de mis padres crecen en la terraza de la pérgola, compitiendo con las bignonias y las diplodemias.

Mientras me sumergía en estas tareas, leí las obras del autor coreano de formación alemana Byung-Chul Han: La sociedad del cansancio, La agonía del eros, La desaparición de los rituales. Pero fue sobre todo Loa a la tierra. Un viaje al jardín, la que me acompañó aquellos días de primavera. En esta pequeña pieza, como la mayor parte de los libros del autor, este nos habla de la añoranza y la necesidad de estar cerca de la tierra que sintió un día. Y de su resolución de practicar a diario la jardinería durante tres años en un jardín al que bautizó con el nombre de Bi-Won, que en coreano significa "Jardín secreto".

A medida que transcurría la primavera y nos adentrábamos en los primeros calores del estío, aumentaba el quehacer que me daba el jardín. Amanecía antes y yo me levantaba con la primera luz y me abocaba a la tierra. Regaba a diario, quitaba incipientes malas hierbas y me daba cuenta de lo agradecidas que son las plantas. Yo las cuidaba y ellas me regalaban sus flores, sus hojas relucientes, sus extensiones. Eso mejoraba mi ánimo, verlas crecer a razón de mis cuidados. Pero también lo hacía el ánimo de mi familia. Rubén y Helena se animaban a echar una mano. No sé cuántos viajes hicimos Helena y yo al vivero. Cada semana había nuevas plantas. Cada semana crecía nuestra ilusión por descubrirlas.
Con las flores llegaron las libélulas, las abejas, los saltamontes, las mariposas.... El jardín se llenó de vida. Vegetal y animal.
La mayor parte de los árboles que hay en La Matandeta, los plantó mi padre. Aunque el sauce de la entrada a la granja murió hace muchos años, algunos chopos sobrevivieron y otros, más jóvenes se unieron. Mi padre solía decir que alcanzada cierta altura, la chopera no crecía más porque tocarían las raíces algún sustrato que no era bueno para ellas.
Cuando los ficus benjamina perdían sus hojas en las macetas, él los sacaba fuera del comedor y los trasplantaba al suelo. Allí, en su estado natural, presentan los tres esta hermosura.
La estrella de esta arboleda es el ficus de hojas de magnolio, una plantita que compré hace treinta años en el mercado de Sedaví por 150 pesetas, vamos que no llegaba al euro, con tres hojas y cuya sombra se ha convertido en el lugar preferido de nuestros clientes cuando llega el buen tiempo.
Ponednos la mesa debajo del magnolio. Cuando Manuel era pequeño lo llamábamos el árbol de los caballitos porque se subía a horcajadas en sus ramas. Este poderoso árbol, cuyas raíces buscan las cañerías, siempre me recuerda a El barón rampante, la novela de Ítalo Calvino. En pleno Siglo de las Luces, en una villa con el poético nombre de Ombrosa, el barón Arminio Piovasco di Rondó echa de la mesa a su hijo mayor por negarse a comer caracoles. El adolescente, llamado Cósimo, presumiendo de su terca rebeldía, abandona el comedor y sale al jardín. Trepa a un árbol y en señal de protesta declara que jamás volverá a pisar el suelo.

Es curioso cómo hacen su aparición los libros y los autores en nuestras vidas. Cómo funciona la ley de la atracción. Estábamos mi compañera Empar Aleixandre y yo en la sala de profesores del IES El Saler, cuando apareció Juan Armenteros, enseñante de Filosofía y se puso a hablar de Emilio Lledó, filósofo al que admiro. De ahí pasamos al coreano Byung-Chul Han y su Loa a la tierra. Y Juan introdujo a Santiago Beruete, antropólogo y doctor en Filosofía, que compagina su actividad docente e investigadora con la creación literaria y la jardinería. Un filósofo jardinero. O un jardinero filósofo. Y así descubro sus ensayos: Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines; Verdolaría. La naturaleza nos enseña a ser humanos y Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad.
Ya me he leído los dos últimos. Les recomiendo su lectura si son amantes de los jardines y practican el noble arte de ser curiosos.
Y siguiendo con la ley de la atracción, quedé a comer con mi amiga Diana Cerdá para celebrar nuestros aniversarios que se suceden con una semana de diferencia.
Diana me habló de la novela que anda leyendo, mientras yo le enseñaba el jardín, tan orgullosa me siento de mi trabajo en él, cuando nos detuvimos ante las buganvillas. O buganviglias. Entonces, mi amiga me contó que en la novela Catedrales de Claudia Piñeiro, en una carta entre padre e hija, éste, desde Argentina, le habla de las santarritas. Ella no puede recordar qué planta es y así se las describe: Púas afiladas, tallo áspero que parece viejo, afán de enredadera que se encarama sobre otra planta, en una pared o en una columna como lo hacen en nuestra casa, flores blancas, agrupadas de a tres y rodeadas de hojas moradas o fucsias según cómo les dé el sol.
Más adelante, el padre le dedicará otra carta a los múltiples nombres que recibe el arbusto: en España, buganvilla; en México, Perú, Chile y Guatemala, bugambilla; en el norte de Perú, papelillo; Napoleón en Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá; trinitaria en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela; veranera en Colombia y El Salvador. La misma planta y sus diferentes nombres. Gracias, Diana.

Mi padre plantó muchos árboles en La Matandeta. Laureles, dos olivos, cipreses, varias higueras y la falsa pimentera. Pero su obra maestra fue la pinada. Dos meses antes de su muerte, perdimos a Willie, su fiel pitcher. La tarde que lo enterramos bajo un pino, mi padre aprovechó la ocasión para decirnos dónde quería que reposaran sus cenizas. Así lo hicimos el veinticuatro de marzo siguiente. Debajo del tamarindo que preside el centro. Allí está, en el lugar que él construyó y en el que se sentaba a meditar. Donde corre en verano el Levante y se está fresco. Supongo que desde allí contemplará orgulloso cómo seguimos cuidando del jardín.
Salve y ustedes lo pasen bien.