En cuanto llega la primavera se despierta el jardín. Pero como han desaparecido las estaciones intermedias, se nos ha juntado, de repente, mucho trabajo. Hemos arreglado el montículo de la terraza que nos ha dado bastantes quebraderos de cabeza. Parecía una selva inexpugnable y Lau, machete en mano, la ha ido reduciendo hasta rescatar la buganviglia morada, que apenas se veía. Las bignonias han crecido tanto que hay que dirigirlas para que cubran la pérgola. El ficus le da miedo a Maury, más que un árbol parece un monstruo suele decir desde que levantó el suelo del lavabo de los minusválidos y lo encontró lleno de raíces de este magnolio.
Los clientes que aman las plantas se fijan en cómo hemos vuelto a cuidar el jardín. Observan, preguntan los nombres, se llevan esquejes que les corto o les regalo alguna maceta. Estoy esquejando murcianas, citronellas, malvarrosas y cactus crasos.
Pero no todos se fijan en el jardín. Habéis cerrado los comedores ¿por qué? Me pregunta un chico que me cuenta que se trata de su primera visita. Yo estoy regando las bignonias y le explico que no hemos cerrado nada, solamente que los clientes prefieren comer en las terrazas, incluso en la pinada.
No, me he asomado y he comprobado que los comedores están cerrados y nadie come dentro. Le vuelvo a repetir que no se trata de que hayamos cerrado nada, sino de que nuestra distinguida clientela prefiere disfrutar del ágape al aire libre. Y que después de la cuarentena a nosotros nos salvaron las terrazas con que cuenta La Matandeta. La gente que no pudo servir al aire libre, en muchos casos, por desgracia, tuvo que cerrar.
Y él insiste e insiste en que nadie ha comido dentro. Y yo le intento explicar por enésima vez que si nadie ha comido dentro no es porque nosotros lo hayamos decidido, sino porque lo han decidido los comensales, pero que no se preocupe que si vuelve, le pondremos la mesa dentro la próxima vez.
Helena me llama para que le haga una factura. La termino y se la entrego a la pareja que tengo delante. El caballero, por llamarlo de una forma asertiva, me pregunta qué es eso de dos euros el cubierto. Le explico que es como la bajada de bandera en los taxis. El cubierto, que se viene cobrando desde hace años en los países de la Unión Europea, significa el derecho a un cubierto en una mesa, en nuestro caso, además los aperitivos que sirve la casa y todo el pan del que seas capaz de comer.
El hombre me interroga ahora ¿cinco euros por una gaseosa desventada? Le digo que no, que cinco euros por un tinto de verano con vino de su mismo nombre, un sorbito de vermut, hielo, limón y una gaseosa en ningún caso desventada, porque la abrí yo misma que fui quien le preparó la bebida y que si hay algo que no soporto es un vino con gaseosa desventada y por tanto, mis clientes tampoco.
Entonces él me replica que así no vamos a durar nada y yo le espeto que por eso será que solo llevamos treinta años abiertos. Treinta años tomando el pelo a la gente, grita. ¡Claro, por eso usted está calvo! le replico. ¡Y usted gorda! me responde a grito pelado.
Justo en ese momento me entra un ataque de risa. Me empiezo a reir como si no hubiera un mañana. Cuanto más me rio, más grita el hombre. No puedo contener la risa. En Ucrania siguen matando gente. Los argelinos han roto relaciones comerciales con España por culpa de la política diletante de Pedro Sánchez sobre el Sáhara. Llueve calor como si llovieran piedras ardiendo. Y este hombre, triste, siniestro y grosero me llama gorda. Claro, que yo antes lo llamé calvo.
Me meto en la cocina porque no se me detiene la risa y Helena le cobra a la mujer que no le deja tocar su tarjeta de crédito y que no le pide las hojas de reclamación porque dice que no se encuentra bien.
¡Ay, Dioses! Y el mundo sigue girando y nosotros, si pudiéramos, nos mataríamos por nimiedades. L'étrange pouvoir des petits riens.
Salve y ustedes lo pasen bien.
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