A las aladas almas de las rosas, del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero. Miguel Hernández
Hay circunstancias que, cuando suceden, no sabemos cómo van a marcar nuestra vida, escribía esta semana mi amiga María Jesús Carrillo en su Instagram. Las asumo y añado. Hay un tiempo y un espacio en el que alguien se cruza en nuestra vida. No suenan trompetas, ni revolotean ángeles traviesos, ni un haz de luz marca su aparición, por tanto no tenemos ningún signo especial que nos avise de cuán importante será esa persona en nuestra trayectoria. Y sin embargo, ya está allí.
Y cuántos sucesos importantes han ido encadenados a ese hecho, añade María Jesús. Así es, cuántos acontecimientos se desencadenaron después de que Joan Roig y yo nos conociéramos aquel viernes víspera de un nueve de octubre, en la Feria de Muestras de Valencia.
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Rafa Calabuig, amigo cocinero de Ontinyent, fue quien nos presentó. Andábamos los dos repartiendo tarjetas de nuestros restaurantes por las mesas en donde íbamos a celebrar el ágape. Aquel chico de ojos muy verdes y pelo castaño ensortijado cogió la mía y me preguntó si el siguiente fin de semana tendría sitio para veinte personas. Por supuesto que sí, le contesté y pensé otro que no volveré a ver en la vida.
Y tanto que lo vi y que vino. Y nos volvimos a encontrar en el Congreso de Gastronomía de San Sebastián, él con sus amigos hosteleros, yo con los míos.
Y el primer cigarrillo que Helena mi hija, con todo el descaro, se fumó aquel verano sentados a la mesa de su Can Roig y que su padre, por supuesto, no vio.
Y siguieron ocho años de viajes a San Sebastián. Y muchas risas y noches locas en el Dickens o en el Museo del Whisky, el bar de las malcasadas o en el Kontra, el de ambiente gay. Y confidencias de madrugada. Y la Agencia Valenciana de Turismo que nos contrata para dar cenas por toda España. Y Helena que no quiere venir al viaje y allí precisamente allí, en ese viaje, conoce a Rubén, que acompaña a Joan. Y después llega Manuel.
Joan Roig hizo mucho más soportables los años en que trabajé de cocinera sin serlo. De su generosidad, de su bonhomía tengo muestras más que suficientes. Joan Roig era una persona que, cuando sus amigos estaban bizcos, los miraba de perfil. Alguien que no juzgaba, que te hacía reír en cualquier lugar y parte del mundo en la que te encontraras con él.
Como todas las personas, también tenía su lado oscuro y una vieja amiga: la depresión.
Me enseñó su fascinación por La Habana, la ciudad bombardeada en la que no cayeron bombas. Recuerdo aquellos mojitos en la terraza del Habana Libre, mientras, como él decía, veíamos pasar la vida.
Y allí fue donde me habló por primera vez de su sueño: irse a vivir a Cuba. Y años después lo cumplió.
En junio pasado, lo llamamos una noche y nos dijo el diagnóstico de su enfermedad. Con ella, sabíamos que no le quedaría mucho tiempo.
Antes de viajar a Cuba, lo visitamos este verano. Parecía contento. Se había instalado la cama de enfermo en el salón. Lo acompañaba Julio César. Vino José Zaragozá, como Joan solía decir, su hermana.
Vinieron sus tíos, su sobrino, Amanda. Joan no estuvo solo. Daba tanto, que esto meses recibió con creces.
El sábado pasado, tuve un presentimiento. Le dije a Helena que me marchaba a Castellón, al Hospital Provincial, que necesitaba verlo. El anterior también estuve, pero tenía tanto dolor que le habían puesto un chute y no se despertó. Ni se enteró de que estuve allí. El anterior al anterior, él mismo me aconsejó que no fuera, que diluviaba, que en cuanto saliera pasaríamos el fin de semana en su casa. Cabezota como soy fui en el tren y volví. Efectivamente, caía agua a pozales y ni un taxi.
El sábado pasado Zaragozá y yo aún le sacamos alguna sonrisa porque no paramos de hablar de viajes, de los aborígenes de Australia, de las últimas bodas en la familia. Y nos reímos.
Le di dos besos en la frente y le dije que volvería. Sonrió. Cuando llega el final lo que menos queda es tiempo. Y no queremos verlo.
Decimos que la vida es injusta, que primero se van los que no deben. Pero no es cierto, el adjetivo injusto no puede acompañar a la vida porque no la califica. La vida es diversa, creativa, sorprendente, fascinante, es pura vida. Pero dejemos la justicia o la injusticia para los jueces y tribunales.
Siempre pienso que soy una mujer que tiene baraka. Sí, la suerte de los árabes. Y una de esas suertes o loterías fue que Joan Roig me contara entre sus amigas.
Se ha marchado mi amigo del alma, en silencio, sin hacer ruido, sin molestar, como se marchan los grandes.
Y es tan enorme la alegría de que se cruzaran nuestros tiempos y nuestros espacios, que no puedo más que darle gracias a la vida por haber compartido la amistad de Joan durante veintidós años, el tiempo que hacía que nos conocíamos. Y no puedo llorar, no reacciono. Me puede más la felicidad de haberlo conocido, que la pena por su pérdida.
A Joan, como a mí, nos encanta viajar. Espero que en este viaje encuentre compañías que lo enriquezcan. Aunque ellas tendrán mucha suerte por conocerlo.
Compañero del alma, tan temprano.